“El ingreso per cápita real de los hogares en el campo es 67 por ciento menos que en las ciudades. El 42 por ciento de la población no tiene agua potable y la cobertura de alcantarillado no alcanza al seis por ciento. Un escaso tres por ciento del crédito comercial llega al sector primario. La formación bruta de capital fijo en el sector no pasa del dos por ciento, y la participación sectorial en el PIB nacional es de 6.3 por ciento”. Y agrega: “Seguimos, por tanto, ante el fracaso del modelo predominante en los últimos 40 años” (El Heraldo, Feb.22.12).
Por su parte, Rudolf Hommes escribe sobre la “crítica (…) situación de la pobreza rural”, señala la “elevadísima concentración de la tierra en Colombia” y de cómo, no obstante, “la producción campesina contribuye con el 50 por ciento de la producción agropecuaria”, de donde concluye que “es difícil, entonces, hacer el argumento de que los predios de menor tamaño son menos productivos” y declara la conveniencia de promover una “clase media rural" (Portafolio, Feb.20.12).
El diagnóstico se completa señalando que la producción interna viene siendo reemplazada por las importaciones –hasta de café–, de manera que en Colombia ya no se sabe qué hacer con la tierra rural ni con las manos, la inteligencia y los recursos económicos de quienes pueden ponerla a producir.
Y este problema se agravará con los TLC en los que se empeña el presidente Juan Manuel Santos, quien, además, no le concede importancia a la economía campesina ni a la de los pequeños y medianos empresarios, mientras usa su poder para montar una estructura agraria todavía más excluyente, a favor de banqueros, monopolios y trasnacionales.
Con todo propósito, empecé este artículo citando a dos personas que se encuentran lejos de militar en el Polo Democrático Alternativo, pero que plantean un debate, que a mi juicio debe darse, sobre qué hacer con el sector agropecuario, a partir de reconocer la gravedad de la crisis que lo acosa.
Lo que sigue puede llamarse mi case en una discusión en la que se juega el futuro del país como un todo, porque no puede superarse el atraso y la pobreza general si el agro no sale de esa condición, verdad que prueba la experiencia universal.
En otras ocasiones, y en los debates sobre Carimagua y Agro Ingreso Seguro, expliqué que era partidario de un modelo agrario de tipo dual, es decir, de campesinos e indígenas, por un lado, y de empresarios y obreros agrícolas, por el otro, siempre en el entendido de que a todos les vaya bien y que las contradicciones entre lo campesino y lo empresarial y el capital y el trabajo se traten de manera democrática y civilizada y pensando en el progreso del país como un todo. Es seguro que en Colombia pueden prosperar los dos sectores.
Nadie que esté en el poder en Colombia pone en duda la importancia de la producción de los empresarios del campo. Y no seré yo el que introduzca esa duda, porque, por ejemplo, sería absurdo parcelar o lesionar los ingenios azucareros o hacerles daño a otras formas de economía empresarial.
Pero en cambio sí se asume una posición dogmática y excluyente al negar lo mucho que la economía campesina le ha aportado al país y lo más que puede aportarle, y no solo por mejorar las condiciones de vida de tantos compatriotas, sino porque un campesinado próspero también jalona el progreso industrial y urbano, por la vía de ampliar el irremplazable mercado interno.
Y ojo: en no pocas ocasiones, lo campesino logra lo que lo empresarial no puede, porque puede producir con recursos menores y resistir condiciones más adversas. Basta con mirar la historia del café.
Otro aspecto del debate tiene que ver con la importancia decisiva de fortalecer el mercado interno y proteger el agro. Esto también lo prueba la experiencia global. Y la de los últimos 20 años en Colombia, donde han retrocedido los sectores enfrentados a las importaciones subsidiadas, han perdido o ganado poco las exportaciones y el mayor avance lo han logrado los cultivos para agrocombustibles, a los que el Estado les creó el mercado y los respalda de otras maneras.
(*) Senador de la República
Dice José Félix Lafaurie, presidente de la Federación Nacional de Ganaderos (Fedegán): “La pobreza en nuestra ruralidad es una de las más altas de América Latina con 50.3 por ciento –17 puntos por encima de las cabeceras.
Credito
JORGE ENRIQUE ROBLEDO (*)
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