Gracias campesinos

Nelson Germán Sánchez

Filósofos, estudiosos del comportamiento humano, líderes espirituales, los grandes genios de la humanidad han repetido hasta la saciedad que la felicidad para el ser humano está en las pequeñas y sencillas cosas. No en la búsqueda obsesiva compulsiva del poder político ni en la riqueza del dinero ni en la concupiscencia desaforada.

Digo lo anterior para invitar a los lectores a que ahora que inicia este nuevo año, sobrepongan lo verdaderamente valioso e importante a lo urgente, estrambótico y los atajos a lo que se nos llama constantemente por el mundo moderno. Esto, a propósito de las reflexiones aprendidas de la vida tranquila, feliz, modesta, sin aspavientos, pero muy intensa que llevan familias cafeteras campesinas de nuestra cordillera.

Fui invitado a compartir unos días con varias familias de Anzoátegui, corregimiento de Lisboa y algunas de sus veredas. Aprender sobre el café y su cultivo, los esfuerzos de renovación de la variedad, de los últimos años que sin ser de bonanza absoluta sí les ha permitido alguna ganancia con dicho sembradío, pude, en dicha estadía.

Por supuesto, también hablar de política electoral, de los gobiernos nacional, departamental y local, de temas relacionados con la seguridad, las necesidades que aún siguen vivas o las ideas que ellos creen podrían llevarse a cabo para hacer un mejor mantenimiento a las vías terciarías, por ejemplo, la que va de Alvarado a la Tigrera o de la Tigrera al Diamante, a Palomar, a Los Aguacates o San Juan de la China. Todo conversado alrededor de un buen tinto hervido en el fogón de leña.

Es sobrecogedor darse cuenta de que en muchos temas sigue siendo uno ignorante y que su sabiduría –de ellos- viene del contacto permanente con la tierra, la naturaleza y las necesidades. Igualmente, que la felicidad, las risas, el compartir y el compañerismo siguen vivos y se demuestran en un simple paseo de olla al río La China, cuyas frías aguas no logran congelar la alegría y, por el contrario, invitan a jugar al congelado en pleno río, a montar a los niños y jóvenes al lomo del mular para que naden juntos corriente abajo; a tirarse de una alta y gruesa roca a la moya, para pasar un día agradable y en paz.

Todo eso mientras en la orilla con las “indias” (las grandes ollas) se cocinan las gallinas y los piscos para el sancocho colectivo para cuya preparación cada familia llevó un ingrediente.

Escuchar las historias de los viejos sobre como esas empinadas montañas que parecen una colcha de retazos con distinto tonos de verde, se fueron colonizando de a poco para cultivar café, plátano, naranja, cachacos, tomates, es un solaz para el espíritu, pues cada pedazo de tierra que hoy tienen es fruto de su esfuerzo y el sudor personal y familiar. Son orgullosos de ser campesinos.

Por eso, les duele tanto muchas veces ser tratados, mirados y atendidos como si fueran ciudadanos de segunda clase por parte de las entidades del Estado y sus funcionarios que piensan erróneamente que comen gracias a lo que les proveen las grandes superficies, los hipermercados o los supermercados de cadena.

Este escrito es simple y pequeño reconocimiento para esas familias campesinas que, en general, comienzan su jornada de trabajo antes de que despunte el Sol en el horizonte y la terminan pasadas las 10 de la noche; para ellos que no tienen festivos, dominicales, recargo nocturno, vacaciones, cesantías, primas, subsidio familiar  y liquidaciones.

Gracias a ellas por el esfuerzo que a diario, y de manera invisible, hacen para que el resto podamos tener aún alimentos frescos y baratos en plazas de mercado, centros de acopio y centrales de abasto. 

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