Se trató de Norman Mejía, pintor cartagenero, autodidacta, quien sorprendió al mundo artístico por la audacia de su trabajo, considerado expresionista por los críticos del momento, incluida Marta Traba.
Los ruidos y fulgores de la Filbo nos hicieron pasar desapercibida la muerte de este gran artista colombiano, acaecida el 23 de abril, día del idioma, en Barranquilla, donde vivió sus últimos años.
La bendita muerte, otra vez, nos priva de un ser maravilloso o, como dice Carlos Orlando Pardo, nos adelanta la partida de nuestros contemporáneos en esa interminable fila, tan eterna como la misma muerte, donde hacemos cola los vivos de este mundo.
El historiador de arte Álvaro Medina lo supo captar muy bien cuando dijera: “Norman trasegó como un demonio en los horribles rincones de la violencia, la pasión y la locura del mundo infame que palpó a su alrededor. Norman asumió esta poética con tal fervor que se aisló a conciencia de sus semejantes y se entregó, cuando aún le quedaba media vida por delante, al misticismo de astrólogo reflejado en las pinturas de sus últimos años”.
El afán confrontativo y comparativo de los críticos encontró en Norman Mejía a un artista único, que no se parecía a ninguno otro, aunque Marta Traba le atribuía reminiscencias a artistas tan manoseados en paralelos y comparaciones como Francis Bacon y Wilhelm de Kooning.
Horrible o no, la poética de Mejía iba más allá de esta sociedad descompuesta que él quería escenificar impulsado por la pasión y el amor. Sus cuerpos chorreantes y descuartizados impresionaron a la sociedad y presionaron tanto la posición del artista que él, consecuente con su pensamiento, tuvo que aislarse, salir de Bogotá y refugiarse en Barranquilla, aunque ahí también se autorefugió en su casa donde pintó desmesuradamente, más de cinco mil obras, que nunca quiso vender y que nos quedarán como legado.
Algún día este legado verá la luz y entonces nos maravillará la sensatez de un artista que rompió esquemas para superar el afán decorativo del arte abstracto colombiano porque jamás se rindió al escenario consumista donde la obra del artista pasa a ser una mercancía.
Con los únicos artistas que Norman Mejía se sentía compaginado era con los Nadaístas. A ellos los apoyó participando en el Festival de Arte de Cali y exponiendo en la capital del Valle su obra, una de las pocas exposiciones que hizo en su vida. Otra fue en Bogotá, antes de su huida de la parafernalia noticiosa y consumista de la urbe capitalina.
Paz en su tumba.
Hace cuarenta y siete años un jovencito de veintisiete años se alzó con el Primer Premio de Pintura del XVII Salón Nacional de Artistas de 1965, con una obra que él tituló “La horrible mujer castigadora”.
Credito
BENHUR SÁNCHEZ SUÁREZ
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