Recomiendo su lectura por dos razones. La primera: su manera de explorar en profundidad en la condición humana y hacer explícito su pensamiento, en un alarde de técnica literaria.
Mientras se dialoga se piensa y estos dos estados fluyen haciendo crecer el interés por el desarrollo de la trama.
La trama, en realidad, es el odio mutuo que se profesan el padre y los hijos, cuyas causas el lector encuentra en las sutilezas de la historia.
La segunda razón: el manejo del lenguaje. Por encima de las vulgaridades coloquiales que hablan y sienten los personajes, y que abundan a lo largo de la obra, es un lenguaje diáfano, transparente, apropiado a sus condiciones de vida. La narración fluye sin cortapisas por sus páginas.
El lenguaje poético de la madre, por ejemplo, y el lenguaje vital, soez e irreverente, del padre y de los hijos. El del narrador y los monólogos certeros de los otros testigos de la historia.
Las relaciones entre padre, hijos y la madre son el retrato de una sociedad que oscila entre la descomposición de sus estructuras más preciadas del pasado y el nuevo orden, brutal y desconsiderado, que impone el mercantilismo, la globalización y la sociedad de consumo.
Pocos lectores, pienso yo, pueden negarse a la identificación que les llega con situaciones y personajes, escenas y lenguaje, en ese tire y afloje entre la realidad y la ficción.
El eje son las vidas dramáticas de la madre (loca), el padre (ignorante) y los hijos (drogadictos), mientras que los demás, al fin de cuentas turistas, sirven para confirmar la condición humana de los protagonistas.
Sin embargo, son perfiles perfectamente delineados y reconocibles, que no por ser accesorios dejan de plantear su conducta con la suficiente claridad de lo que son y representan en la sociedad.
Con gran acierto, Tomás González usa de la expectativa, hace crecer la historia y siembra en el lector la ansiedad por encontrar la solución al drama planteado.
Y así como el mar se embravece y ruge con la tormenta, así el mar interior confirma la condición de odio del hombre, nacida de la ignorancia y la altivez, de la terquedad y la intolerancia.
El mar en su grandeza, como telón de fondo, continúa abanicando la playa con sus olas, mientras el hombre, en su pequeñez, confirma su capacidad de odio.
Nos lo enseña la literatura.
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