Los vi ufanos vestidos de zombis, de superhéroes y hasta de seres comunes y corrientes. Me refiero a mis amigos y conocidos, claro, embebidos en el papel que nos han puesto a representar los países desarrollados en el ordenamiento económico de los países del tercer mundo.
Se alistaban para la soberbia borrachera de la noche del 31 de octubre, la famosa noche de los niños, el día de las brujas, la fiesta de los muertos, el clímax del comercio de bebidas, comidas, dulces y atracos, tan propios de lo que llaman el sano esparcimiento de los ciudadanos.
Es la ratificación de nuestra sumisión no sólo económica, sino también ideológica y cultural a las potencias mundiales. Ellas fueron las que un día crearon el consumismo y la globalización y nos volvieron consumidores compulsivos no sólo de bienes materiales sino también de ideas y conceptos con los cuales se ha transformado nuestra vida.
Como el Halloween, jolgorio con el cual le hemos mamado gallo al más allá, al terror por los muertos y a los aquelarres de las brujas y aceptamos la superficialidad de la vida, donde la mayoría de la población camina como zombi mientras los dueños del futuro engordan sus arcas y deciden lo que hay que hacer con nuestro mundo.
De esta manera se está echando tierra a la identificación con un entorno que cada día se desdibuja más por el socorrido discurso de ser ciudadanos del mundo.
Y así como copiamos costumbres, destruimos la vida.
La noche del sábado sentí que no reconocía la ciudad. Era un mundo ajeno el que recorrí con mi hijo, su esposa y mi nieto en búsqueda de un lugar para degustar una buena cena. Ninguno de los cuatro nos habíamos pintado nada pero nos tocó soportar el monumental trancón que produjeron princesas semidesnudas, piratas borrachos, zombis más muertos que vivos y una horda de ladrones prestos al menor descuido de cada transeúnte de la fiesta más estúpida que celebran con el pretexto de ensalzar el día de los muertos.
No nos pintamos nada porque no sentimos identificación con esa fiesta. Tampoco obsequiamos caramelos.
Y claro, uno se siente desarraigado de su cultura. Y tiene que aceptar, en aras de la convivencia y la tolerancia, la hipócrita alegría de una noche que pocos saben lo que significa en términos culturales, más allá de invertir en disfraces, pintura corporal, licores para buscar el más allá y dulces para una niñez que, sin culpa, es arrastrada al desconocimiento de su propia identidad.
Y ahora viene Navidad, otro exabrupto donde ya casi no nace el Niño sino se dilapida en cosas superfluas el esfuerzo de un año de trabajo al amparo de un viejo barrigón.
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