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Un hombre atractivo, disciplinado, fuerte, hábil para la mecánica, estricto, fornido y muy ágil con las armas, así lo recuerdan sus hijas. Sin embargo, los años ya se habían llevado algunas de sus cualidades cuando lo visité. Concentrado, parsimonioso, callado, estático, con la mirada fija en la televisión y sosteniendo un periódico con un crucigrama a medio llenar se encontraba Enrique la primera, y última, vez que lo vi.
A simple vista era un hombre de avanzada edad, cabello blanco, contextura ancha y baja estatura, pero aún conservaba un porte y seriedad impactantes. Su mirada se mantenía profunda. Su voz sonaba entrecortada.
Sentado en su sala, frente a la televisión, pasaba sus días disfrutando de los partidos del Junior, su equipo del alma, o completando crucigramas en los periódicos semanales, algo en lo que era experto.
Lejos estaba de imaginarme que, aquel hombre parsimonioso, había hecho parte del ejército colombiano enviado a la Guerra de Corea en el año 1950.
Nacido en Líbano, Tolima, Enrique fue llamado a formar parte del ejército dispuesto para la guerra cuando tenía apenas 19 años y, sin pensarlo dos veces, aceptó, demostrando ese amor que nace, desde temprana edad, en los militares por el Ejército y su patria. Un sentimiento que heredó de su padre, quien se desempeñaba como Sargento de la Policía del Tolima.
Rumbo a Corea
En un principio el gobierno colombiano, en cabeza del entonces presidente Laureano Gómez, dispuso una serie de buques americanos “Aiken Victory”, con capacidad para 5000 hombres, para transportar las tropas militares hasta Corea.
“El hecho de irse a una guerra es algo que uno no piensa, solamente lo asume. No es que yo pudiera decidir si iba o no, simplemente me tocaba por fidelidad (…) Nos empacaron en un buque en Cartagena, con 5.100 soldados más (…) había buena comida, buen ambiente, disciplina y amigos” recordó Enrique.
Participar en dicho enfrentamiento podía significar la consagración para un soldado en caso de volver con vida. Además, el gobierno había prometido puestos públicos y recompensas económicas a quienes regresaran victoriosos. Y fue así, en medio de la ilusión de convertirse en héroes, que unidades militares se presentaron para combatir.
El señor Malambo junto con su esposa.
El 11 de mayo de 1951 el Batallón Colombia emprendió su viaje. Durante el trayecto a Corea, visitaron países como Panamá, México, Estados Unidos y las islas de Hawái cerca de Pearl Harbor.
En cada una de sus escalas, les otorgaban un día con el fin de visitar la zona y, además, reclutaban nuevos soldados para llevar a la guerra. Fue precisamente en la llegada a Estados Unidos donde conoció a quien sería su mejor amigo durante el combate, Adam Sandford, un Sargento de la Fuerza Aérea de ese país, el cual le enseñó palabras en inglés como army y ceasefire.
En la tierra prometida
Tras un viaje de seis meses en barco el ejército colombiano llegó a Corea. Inicialmente se organizaron en un batallón móvil en Pusan y fueron separados en pelotones de 30 a 40 soldados de diferentes nacionalidades.
Al desembarcar, algunos soldados observaron vagones de tren abiertos. En su interior, llevaban unidades muertas y heridas, con las entrañas a flor de piel. Tan solo con presenciar esto, varios de los combatientes enloquecieron y sufrieron ataques nerviosos. Todo el que se enfermara, resultara herido o perdiera la cordura, automáticamente, salía del combate, lo que demandaba una mentalidad fuerte.
En ocasiones, los combatientes presenciaron la muerte de sus amigos, pues en medio del enfrentamiento no podían socorrer a nadie, de lo contrario, serían abatidos también. Esto sumado a las dificultades climáticas, las cuales presentaban temperaturas extremas: en invierno el frío les congelaba los huesos y en verano los calores eran insoportables. Para contrarrestar el clima, les suministraban ampollas.
El retorno de los héroes
El 12 de febrero de 1953 terminó la aventura de Corea para el primer batallón de soldados colombianos. Enrique regresó convertido en Sargento Mayor. De 1081 hombres enviados a combate, volvieron 70. De 1081 puestos públicos, no recibieron ninguno. Del dinero correspondiente a la guerra, no les dieron nada.
“Para los norteamericanos, nosotros somos héroes. Volví con 17 dólares en el bolsillo (…) otra plata que nos dieron fueron los equivalentes a 59 meses de estudio en dólares. Esa plata se la robó Gustavo Rojas Pinilla”.
Tras conversar durante una hora, me puse de pie y me despedí. Le propuse visitarlo el sábado a lo que me respondió levantando el dedo pulgar de su mano derecha. Sin saber lo que el destino le deparaba, salí de su vivienda con la cita agendada.
Días después decidí llamarlo. Me contestó su hija. Sin embargo, las noticias no eran las mejores. El excombatiente había sufrido una recaída en su salud. Tuvo que entrar en un combate contra el cáncer. Tal vez, la más compleja de sus batallas. A pesar de luchar con todas sus fuerzas, cayó abatido por su enemigo silencioso una madrugada. El 27 de septiembre de 2019, en Ibagué, murió a sus 89 años de edad.
Enrique había sido solicitado al templo de los cielos, 69 años después de la Guerra de Corea, a reunirse con todos aquellos caídos en combate que, alguna vez, soñaron con regresar convertidos en héroes.
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