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Hoy quiero hablar del tratamiento que debe dársele a los policías y soldados de Colombia. Independientemente de las fallas que dentro de esas instituciones se han presentado desde hace varios años por la conducta desviada de algunos de sus integrantes, si hay algo que caracteriza a nuestras Fuerzas Militares y de Policía, es que son lo más representativo del pueblo colombiano; no es sino ir a un batallón, guarnición policial o a una escuela de formación para encontrarse que allí están los hijos de campesinos, obreros, tenderos, artesanos, maestros de escuela, entre otros, situación que se extiende a quienes estudian para oficiales. Aun cuando se desvió, cuando llegó al poder en 1953 por un golpe de Estado, Rojas Pinilla –que también tenía origen popular– habló del binomio, “pueblo-fuerzas armadas”. Hoy el cuadro habría que completarlo con jueces y maestros.
Muchas veces como Fiscal General y cuando las Farc se tomaban pueblos y mataban casi en condiciones de indefensión a jóvenes policías, les decía que no entendía cómo querían “defender al pueblo” asesinando policías y soldados que eran parte esencial de ese mismo pueblo.
El “policía”, es la presencia del Estado en todas las regiones, incluso las más apartadas. En muchas de ellas, puede no existir batallón, juez, carcelero, pero siempre hay un policía, a quien en ocasiones le toca hacer de todo, hasta de partero cuando no hay enfermera.
Frente a esta feroz y criminal arremetida contra los policías y soldados, no pude dejar de evocar dos momentos de mi vida. Uno, cuando entré a la escuela pública en Chaparral, existía la figura del “policía escolar”, querido por todos nosotros, cuya misión era ir todos los días a la escuela y revisar que todos los niños estuviéramos estudiando, y si así no era, iba a las casas a indagarle a los padres por qué no había enviado el niño a estudiar. El otro, cuando en medio de la arremetida narco-terrorista que pretendía tumbar la extradición de nacionales, y por invitación del presidente Barco acepté ser Procurador General de la Nación, después de posesionarme, fui al pequeño pueblo de Yaguará, en el Huila, a pasar unos días con ese apóstol de la medicina que fue Reinaldo Cabrera, fundador de la Fundación Cardio Infantil. De manera un tanto irresponsable me fui casi de incognito. Mientras paseábamos por el pueblo, se me acercó el “policía del pueblo” y me dijo, para sorpresa de Reinaldo y mía, “usted es el nuevo Procurador General y mi obligación es protegerlo”.
Pablo Escobar quería arrodillar al Estado, como ahora pretende hacerlo el Clan del Golfo –rezago del paramilitarismo– y otras organizaciones criminales, emprendió el llamado “plan pistola” pagando dos millones de pesos por cada patrullero asesinado. Extrañamente, cuando el gobierno de entonces resolvió aceptar el “sometimiento” del capo, para que no pusiera más bombas ni hiciera más secuestros selectivos, se le aceptó la condición de que se marginara a la Policía de su custodia. Allá mismo, en Antioquia, la mafia asesinó al coronel Valdemar Franklin Quintero.
Lo que estamos viendo ahora, sin la necesaria reacción social en contra, es la repetición de esa macabra historia. Muchachas y muchachos patrulleros, de origen popular para cuyas familias pobres eran, además, la esperanza de redención económica, inmisericordemente asesinados por el solo hecho de portar un uniforme de Policía. Eso no lo podemos tolerar los colombianos. Ahora que se habla de “sometimiento”, no pueden hacerse concesiones a crímenes de esta insensibilidad moral, sobre la sangre recién derramada de tantas y tantos jóvenes a quienes se les truncaron sus ilusiones. Valdría la pena atender las alertas del Fiscal General, Francisco Barbosa. Ya hubo en la década del 90 el “sometimiento” de Pablo Escobar, a quien se le permitió escoger cárceles y guardianes, cambiar la legislación, y con la constituyente, librarse de la extradición. Cesaron las bombas por unos días, pero el narcotráfico siguió, la violencia no cesó, el Estado cedió y seguimos en las mismas…
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