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Para comenzar, la pregunta que debemos hacernos es si tiene sentido que se sigan posesionando ante el presidente –con parafernalia incluida– funcionarios que no son nombrados por él y que pertenecen a otras ramas del poder, como los más de cien magistrados de altas cortes, el fiscal General, el procurador General, el contralor General, el auditor General y unos cuantos más. Esa, por la forma, es una de las expresiones del “poder presidencial”. En el caso de los magistrados deberían posesionarse ante la corporación a la que ingresan.
En el tema judicial, sobre todo después del 91, el presidente tiene injerencia que va en contravía de una real separación de poderes: terna al Fiscal General, participa en la postulación del procurador General, hace terna para la designación de tres de los nueve magistrados de la Corte Constitucional e interviene en la designación de tres de los integrantes de la Comisión de Disciplina Judicial, que procesa disciplinariamente a jueces y fiscales. Pero además designa a dos de los siete miembros de la Junta Directiva del Banco de la República.
Aparte de que es jefe de Gobierno, jefe de Estado y suprema autoridad administrativa, dispone de la Fuerza Pública, maneja las relaciones internacionales, tiene poderes excepcionales para el manejo del orden público y en ciertos casos, para lo que Echandía llamaba el “orden público económico”, y nombra a todos los servidores cuya nominación no esté atribuida a otra autoridad.
Frente al Congreso es colegislador, pues no solamente presenta a través de sus ministros proyectos de ley sino que en temas económicos tiene iniciativa exclusiva y puede objetar proyectos de ley aprobados por el parlamento. Pero lo más significativo es que a través del clientelismo puede construir mayorías parlamentarias. Presidentes que han llegado sin mayorías en el Congreso, pronto las arman con la eficaz ayuda de los “lentejos”. Así ocurrió en 1998, 2002 y ahora no parece ser la excepción. Los ministros de Gobierno pueden ‘sacar agenda’ siempre y cuando sean dispensadores de puestos y contratos.
Probablemente quedarán para la historia, como casos de injusticia política, las condenas a penas de cárcel impuestas a Sabas Pretelt y Diego Palacios por lo que casi con seguridad también hicieron antecesores y sucesores suyos. Y eso a pesar de que conseguir o solicitar un puesto en el Gobierno es causal de pérdida de investidura por tráfico de influencias.
La extraña figura de la moción de censura –propia de los regímenes parlamentarios– no ha funcionado ni funcionará, pues los gobiernos de turno ponen a andar la maquinaria burocrática para “salvar” a los ministros justa o injustamente cuestionados. Por esa razón, es una torpeza de los partidos de oposición pretender aplicarla pues en la práctica conduce a todo lo contrario: al atornillamiento de los ministros a quienes se la quieren aplicar.
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