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Hasta 1991, en el país las listas cerradas –un partido presenta solo una y se elige en el orden de ubicación– fueron la constante, con ventajas y desventajas. Entre las primeras estaba que los partidos debían organizarse y la gente se afiliaba por afinidad ideológica, sin espacio para las “montoneras” que luego vimos. Existían verdaderas “jefaturas”, reconocidas por razones intelectuales o trayectoria política y no apenas por la facultad para expedir un “aval”, hoy convertido casi que en una mercancía que se compra, se vende o se permuta.
Esas listas permitieron que figuras de la academia carentes de maquinarias fueran reconocidas por las directivas políticas y llevadas al Congreso sin votos cautivos, como en el caso del profesor Carlos Restrepo Piedrahita –forjador de constitucionalistas– a quien, en 1966, Carlos Lleras puso a encabezar la lista por el Quindío pese a carecer de “enganche electoral” en su tierra.
Como se sabe, él fue el verdadero artífice jurídico de la Reforma Constitucional de 1968. Y podrían citarse muchos más ejemplos de intelectuales que sin este mecanismo no hubieran llegado al Congreso.
La desventaja fue que se prestó para la llamada “dictadura del bolígrafo” donde personas con respaldo popular, pero sin el beneplácito de las directivas tampoco llegaban al Congreso. Muchas disidencias al interior de los partidos tuvieron ese origen.
La “lista abierta” –donde el orden lo da el elector– en apariencia produjo un efecto peor al de la práctica que se elimina. Dio lugar a que cada renglón fuera una campaña en sí misma: con organización autónoma, jefes de debate y de prensa, y gerente, como toda campaña presidencial. Encareció en gran medida la política hasta el punto de que quien no tenga dinero no tiene posibilidad de ser elegido. Se pasó de los partidos de verdad al de los “contratistas”, reales financiadores de campaña –con retribución incluida– lo que aumentó la corrupción política y, desde luego, el dinero de todo tipo de mafias.
El proceso 8.000 no fue propiamente el adelantado en el Congreso por la financiación de la campaña presidencial sino el de los centenares que se llevaron a cabo en la Fiscalía por los dineros del cartel de Cali en las campañas al Congreso de políticos de todos los partidos, algunos de los cuales aún “pasan de agache”.
Otro efecto perturbador fue que se diseminaron los partidos, pues los candidatos no deben su elección al partido –que solo les da el aval– sino a su actividad individual. En principio es sana la propuesta del Gobierno de regresar a la lista cerrada para tratar de volver a partidos –no el bipartidismo- con vocación de permanencia, lo que supondría enmendar uno de los “entuertos” de la Carta del 91 que fue abrirle paso al desorden político actual.
Para eliminar la “dictadura del bolígrafo” es preciso encontrar los mecanismos de democracia interna a fin de que sean los militantes -en votación directa, no por consultas abiertas- quienes escojan a sus candidatos, previa organización interna para que los carnetizados sean los votantes. Probablemente no hay tiempo de aquí a las próximas elecciones para dar este necesario paso.
Tampoco es novedad que los parlamentarios puedan ser ministros. Así fue casi siempre. Si el argumento es que volviendo al sistema anterior se afectaría la independencia del Congreso, basta con mirar la actualidad para entender que inclusive esa independencia se afecta más cuando el cruce de favores Gobierno-Congreso es velado, no abierto. En vigencia de la norma prohibitiva todos los presidentes han logrado construir mayorías vía clientelismo. Sobran los ejemplos y el actual no es la excepción.
Como hay una larga lista de congresistas aspirando a ser ministros y sin rubor apoyando una propuesta que de prosperar los beneficiaría, se puede hacer la reforma, pero condicionándola a que rija a partir del 2026.
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