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En 1982, Belisario Betancur, abrió las puertas a un proceso de negociación política con la entonces Coordinadora Nacional Guerrillera, concediendo amplia amnistía que significó la liberación de guerrilleros presos, principalmente del M-19. Desde su posesión anunció que no se derramaría ni una gota más de sangre por cuenta del conflicto. En decisión histórica pasó de la confrontación a la negociación política. Esa nueva estrategia para combatir la violencia fue ampliamente apoyada por los partidos políticos –un poco a regañadientes por su propio partido conservador– y por los sectores progresistas.
Con los acuerdos de la Uribe en 1984, logró una tregua de un año y la guerrilla de las Farc aceptó dejar las armas y convertirse en partido político. En términos generales, tuvo la visión de no involucrar a exguerrilleros en el nuevo partido, algo que no hicieron en el proceso con Santos.
El partido legal se llamó Unión Patriótica (UP) e incluso el Gobierno –para aclimatar la paz– estimuló a los partidos liberal y conservador para aliarse con la agrupación surgida de los acuerdos de la Uribe. Ese fue mi caso, pues en el Tolima, con un grupo de liberales hicimos alianza para el Congreso con la UP. El actual precandidato a la alcaldía de Bogotá por el Pacto Histórico, Guillermo Alfonso Jaramillo, fue elegido como Senador y yo como Representante. Desde entonces sectores de la derecha nos estigmatizaron como “amigos de las Farc”.
Uno a uno fueron asesinados los parlamentarios elegidos por la UP. La lista es muy larga e incluye, entre otros, a Manuel Cepeda Vargas, padre del senador Iván Cepeda; a jóvenes como Leonardo Posada y casos dramáticos como el del elocuente senador Pedro Nel Jiménez, asesinado cuando llevaba al colegio a su hijita de doce años.
En las elecciones de 1986 la UP sacó una importante representación parlamentaria. Como antiguos guerrilleros fueron elegidos Braulio Herrera e Iván Márquez. Los demás eran líderes sociales, intelectuales o antiguos militantes del MRL. Y se orquestó el exterminio, estimulado por sectores políticos de derecha –como en la masacre de Segovia– y por algunas Unidades de la Fuerza Pública.
La perversa teoría de que las Farc combinaban las formas de lucha –cuando todos los muertos lo fueron en estado de indefensión– sirvió como macabra justificación de tamaña barbarie. Ese torpe sector del establecimiento le hizo daño al país, pues al ahogar en sangre la actividad legal, disparó la insurgencia armada. Sin ese exterminio, desde entonces se hubiera alcanzado la paz. Tras la elección popular de alcaldes en 1988 fueron asesinados todos los de la UP y, claro, los concejales, diputados y militantes.
Pero esa máquina criminal ensañada contra el nuevo partido que comenzaba a superar todos los márgenes participativos de la izquierda en elecciones, acabó con una brillante generación de sus dirigentes, muchos de los cuales hubieran podido llegar a la presidencia sin haber empuñado jamás un arma. En el 86, con Jaime Pardo Leal, la UP sacó más de trescientos mil votos, lo que pudo ‘asustar’ a la extrema derecha. Era básicamente un juez y académico, brillante orador con gran formación política, magistrado sin mácula. Llenaba plazas y les llegaba a las masas. Pudo haber sido el primer presidente de izquierda.
También Bernardo Jaramillo, abogado manizaleño experto en derecho laboral e impetuoso parlamentario, asesinado antes de cumplir los 35 años. Lo mismo José Antequera, dirigente del partido comunista quien al igual que Pardo y Jaramillo nunca justificó la lucha armada ni intervino en ella. Hoy tendríamos otro país si no se hubiese diezmado este partido y asesinado a tantos líderes jóvenes. Ahora, quienes gestaron esa tragedia carecen del poder que entonces los hacía intocables. En estos momentos, la JEP puede darle nombres a lo que la Corte llama el “Estado colombiano”.
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