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En la reforma constitucional de 1936, durante el Gobierno de la ‘Revolución en marcha’ –expresión verdadera y con hechos de un Gobierno de izquierda democrática– no solo se consagró el Estado Social de Derecho, sino el intervencionismo de Estado, en defensa de los más débiles. Todo, claro, en el entendido de que el control del territorio es indispensable para el cumplimiento de los fines del Estado.
Pese a la existencia en sus inicios de un conflicto armado con claros objetivos políticos, en cuanto se pretendía derrocar al Gobierno con el uso de las armas, no hubo una división territorial del país, como ocurrió en otras partes, entre una Colombia comunista y otra capitalista. Hubo, sí, zonas en las que por los enfrentamientos armados no era posible la plena presencia del Estado, ni militar ni en lo relativo a otras expresiones de la actividad estatal.
Con mayor presencia y capacidad de daño en unas épocas más que en otras, las guerrillas de la poderosa Farc, la urbana del M-19 de origen rojista, o el Eln, nunca estuvieron a punto de tomarse el poder de manera violenta.
Sin embargo, lo que se ha dado en los últimos años es muy preocupante: zonas completas de la Nación donde guerrillas, paramilitares y narcotraficantes hacen de las suyas; se toman poblaciones a veces defendidas apenas por unos cuantos policías; realizan paros armados; organizan bloqueos como los del Clan del Golfo, nada distinto a una modalidad del narco paramilitarismo; trafican con drogas ilícitas sin que nadie se los impida; se matan entre sí y las autoridades, casi como cronistas, se limitan a decir que son “ajustes de cuentas”; cuidan u organizan laboratorios para procesar coca; intimidan, secuestran, extorsionan o matan a los campesinos o líderes sociales que no siguen sus designios.
En regiones como el Cauca, buena parte del Pacífico, el Catatumbo, o ahora el Urabá antioqueño, parecería no regir el principio constitucional de que el monopolio del uso de las armas corresponde de manera exclusiva a las Fuerzas Militares y de Policía.
A todo este ‘desmadre’ ha contribuido el desdibujamiento de la frontera entre el delito político y el delito común, como cuando las guerrillas hicieron del secuestro un arma política –que comenzó el M-19 con el secuestro y asesinato, entre otros, de José Raquel Mercado– y su involucramiento en el tráfico de drogas en el caso de las Farc. Nadie hubiera imaginado a Marx, Lenin o Fidel Castro con un bulto de coca al hombro…
Varias veces el Gobierno ha tratado de negociar para que luego de una ‘transición’, pueda funcionar plenamente el Estado de Derecho. No lo hemos logrado a pesar de todas las leyes de amnistía e indulto, por la fusión entre narcos, paras y guerrilleros.
Por la misma vía se ha distorsionado la política criminal, pues no es fácil para un ciudadano común entender, por ejemplo, que por el motivo altruista de conseguir la paz, se dejen impunes horripilantes delitos pero se sigan aumentando penas para crímenes no ‘amparados’ por el manto del objetivo político, y menos la ciclotimia del país.
En 1985, tras el holocausto judicial, nadie quería saber nada del M-19. Cinco años después se dio la amnistía y sacó la tercera parte de los votos para la Constituyente. En enero del 2017, frente al crimen contra los jóvenes cadetes en la Escuela General Santander, la opinión aprobó que el Gobierno rompiera conversaciones con el Eln; hoy, con la lógica habitual, se admite que conviene volver a dialogar para encontrar la Paz. Y ni qué decir de tantos muertos por defender la extradición de nacionales, finalmente suprimida por la Constituyente bajo la criminal presión de Escobar y los ‘extraditables’.
¿Hasta cuándo estaremos en “transición” hacia la Paz para que opere el Estado de Derecho? ¿Y qué tal si volvemos al sereno y legítimo ejercicio de la autoridad? ¿Cuándo podremos pasar de la negociación permanente de la ley a su rigorosa aplicación?
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