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Durante más de una hora, con los testimonios e imágenes de víctimas y protagonistas de eventos en ese crucial año de nuestra historia, volvimos a vivir lo que fue esa cruenta etapa en la que los narcos, con bombas y atentados, quisieron arrodillar al país para impedir su extradición a los EEUU.
Los llamados “extraditables” iniciaron primero una guerra jurídica para tratar de tumbar el tratado de extradición. Presentaron varias demandas que la valiente Corte Suprema de Justicia de la época rechazó.
Cuando el M19 cometió el acto terrorista contra esa Corte, con la irónicamente llamada “Operación Antonio Nariño por los Derechos del Hombre”, una de sus demandas era la “anulación” del tratado. Ese día el magistrado de la Sala Constitucional de la Corte, Manuel Gaona, nuestro profesor en el Externado asesinado en el holocausto, llevaba la ponencia que negaba una vez más la petición de los narcos.
Antes, en abril de 1984, asesinaron al joven y valiente ministro Rodrigo Lara, a quien habían dejado sólo en sus advertencias sobre los riesgos del narcotráfico. El presidente Betancur, quien por razones de soberanía se había negado a extraditar, cambió de opinión ante este atroz crimen. Luego, en la catedral de Neiva, anunció que comenzarían las extradiciones.
Asustados los capos se fueron a Panamá en donde se reunieron con el procurador Jiménez Gómez, enviado por el jefe del Estado y ofrecieron su rendición a cambio de que no los extraditaran, anunciando que se sometían a la justicia colombiana. La filtración de la noticia desbarató su plan y el gobierno se echó para atrás como lo contó después en un libro el propio Jiménez Gómez.
Con posterioridad a la toma del Palacio de Justicia lograron finalmente que una Corte intimidada, con un deleznable argumento jurídico, tumbara el tratado en diciembre de 1986.
El presidente Virgilio Barco no cedió y por vía administrativa, utilizando el Estado de Sitio, mantuvo a toda costa la extradición. Como Procurador General avalé esa posición jurídica del primer mandatario en 1989 y la Corte Suprema apoyó el decreto.
En 1987, los narcotraficantes mataron al procurador Carlos Mauro Hoyos por apoyar la extradición. Y por la misma razón, asesinaron a: Guillermo Cano en diciembre de 1986; Luis Carlos Galán en 1989; Enrique Low Murtra en 1991 -a quien el gobierno desprotegió trayéndoselo de su refugio diplomático en el exterior- y, desde luego, a muchos policías, soldados y ciudadanos indefensos. En la etapa final, Pablo Escobar realizó los secuestros extorsivos selectivos por la misma causa. El poder de los narcos era tal que Escobar mató hasta un árbitro de fútbol, Álvaro Ortega, por una decisión contra un equipo de Medellín. El terrorismo fue además el arma principal -con bombas indiscriminadas- para cumplir el mismo fin.
Hubo otra vertiente de la violencia que fue el asesinato de candidatos de izquierda como Jaime Pardo Leal en 1987; Bernardo Jaramillo y José Antequera en 1989; y Carlos Pizarro en 1990, fruto de la alianza entre narcotraficantes, la ultraderecha y sectores de la fuerza pública desviados de sus funciones constitucionales.
Con todo y los efectos devastadores del terrorismo, el país le debe a Barco no haber atendido las voces que le pedían negociar con los narcoterroristas, con lo cual nos hubiéramos convertido en un narco Estado.
La cruel ironía histórica, como lo he escrito varías veces, es que la Constituyente, que supuestamente surgió como reacción a lo que se venía viviendo y particularmente al crimen de Galán que murió por esa causa, hubiera terminado prohibiendo la extradición, que había sido la bandera de los narcos impregnada de la sangre de tantos colombianos.
El Estado negoció y no desapareció el terrorismo, el narcotráfico ni la violencia.
Buena lección para el Ecuador -país al que me unen lazos de afecto por mi nieto- frente a la arremetida de ahora, con alguna relación con lo que aquí vivimos en 1989. Como escribió Enrique Santos en la revista Cambio, hay que poner fin a nuestra desmemoria histórica.
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