Reflexiones sobre la violencia

Hablar de violencia es hablar de un concepto complejo.

El término violencia, en sí mismo, tiene una multiplicidad de significados y sentidos. Por lo tanto, no es fácil una definición que no encienda discusiones, porque en ella aparecen intenciones comunicativas, prejuicios, vivencias emocionales y creencias religiosas que se entrecruzan y forman una complicada red en el momento en que expresamos lo que entendemos por violencia.

La violencia es un hacer que conlleva el uso de la fuerza, ya sea directa o indirecta, y que causa daño, dolor o sufrimiento; o que lesiona derechos o intereses; o restringe deseos o necesidades… Por lo tanto, la violencia es un hacer dañino, una conducta que lastima. Dicho en otra forma: la violencia se refiere a acciones, haceres o conductas. Una conducta violenta puede ser una señal, una expresión, una acción, que nos obliga a interpretarla y a reaccionar a ella. La violencia, entonces, nos empuja a hacer algo, ya sea como reacción, protección, prevención o disuasión.

La violencia tiene un sustrato, un terreno en el que puede brotar, que es la agresividad. La agresividad es parte de nuestro ser, nacemos con ella y nos acompañará siempre. Todos la tenemos, pero su expresión varía en cada persona. En cambio la violencia no nace con nosotros, sino que es, fundamentalmente, aprendida. En otros términos, nacemos agresivos pero aprendemos, en múltiples espacios y momentos, a ser violentos. Además, no siempre la agresividad se transforma en violencia. No siempre la violencia produce violencia, porque la reacción puede ser denunciarla, controlarla, evitarla, desviarla, regularla…

Los humanos somos seres en los que se conjugan todas las facetas de la vida. Llevamos en nosotros mismos, y a la vez, la racionalidad y el delirio; la serenidad, la desmesura y la destructividad. Un humano tiene, en todo su ser, al mismo tiempo, racionalidad organizadora, algo de barbarie, de ruido, de furor, de fascinante, de paciencia y pasión. Por eso, frente a un acto violento se puede reaccionar de manera paradójica. Por un lado, sentimos que la violencia surge porque nos vemos obligados por ella, como un huracán interno o externo que no podemos controlar. La violencia sería una fuerza que nos arroparía y que no podemos manejar. Por otra parte, a veces recurrimos a ella como un medio para conseguir un valor, un fin, un bien, como una conducta legítima, útil, necesaria, y, por ende, se asumiría como una conducta “buena”. Es decir, la violencia puede ser algo que nos domina e impone su voluntad. Y también, la violencia sería un acto que voluntariamente hacemos porque lo valoramos como conveniente y como “bueno” y, al mismo tiempo, podemos ver la violencia como algo “malo”, algo que no deseamos, que hay que acabar, que pone en peligro nuestra existencia y la de los demás.

Esta ambigüedad, que la violencia sea buena y mala al mismo tiempo, hace difícil caracterizar un acto como violento. Existen casos en los que la discusión no será larga, como cuando hablamos de matar, lesionar, dañar, violar. Pero existen casos en los que no es claro el tema de la violencia. Ejemplo: ¿reprender o castigar un hijo es violencia? ¿Un grafiti es violencia? ¿Gritar es violencia? ¿Es violencia la caza deportiva? ¿Abrirles las orejas a las recién nacidas, para usar aretes? ¿La circuncisión en los niños judíos? O ¿prohibir una manifestación…? Queda abierta la discusión…

Credito
AGUSTÍN ANGARITA LEZAMA

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