Bienvenido el debate generado con la noticia de la salida de Uber del país desde el próximo 1 de febrero, pues esto pone en el escenario de la discusión pública la brecha que existe entre reglamentar el servicio y operación de las modernas plataformas digitales versus el actual estado del servicio público de pasajeros legalmente constituido.
La realidad indica que el Código de Tránsito o Ley 769 de 2002 requiere una profunda revisión que introduzca las exigencias que traen las nuevas tecnologías y que garantice que haya seguridad jurídica para todos los actores involucrados en el espectro transportador de la Nación.
Es cierto que este modelo, importado a Colombia, por multinacionales como Uber, ha cambiado en los últimos años los términos, los comportamientos y la relación en la movilidad y el transporte, siendo a juicio de los usuarios, más eficiente, barato y cómodo, pero que deja vacíos para garantizar una operación segura y transparente.
Paralelamente, amparados en esta actividad y con los ojos puestos en este negocio, también vienen proliferando una serie de cadenas de Whatsapp desde donde se adaptan los formatos y aplicaciones de los teléfonos móviles para el uso de vehículos particulares en la atención de pasajeros.
Sin embargo, desde la perspectiva de las empresas de taxi, tienen toda la razón cuando argumentan que pagan impuestos del orden territorial para garantizar su operación, sus conductores cumplen con la seguridad social y están debidamente constituidos bajo los parámetros de la legislación de la ley de tránsito. Además el cupo de un taxi puede costar entre 90 y 140 millones de pesos, dependiendo de la ciudad, de la oferta y demanda, lo que es una significativa inversión con base en la cual sobreviven básicamente el dueño y generalmente dos conductores.
En la otra orilla, la falta de oportunidades laborales de muchos colombianos los ha llevado a usar sus vehículos particulares como medio de sustento, otros a emplearse en esta economía adyacente y a convertirse en lo que se denominaría como informales del transporte. Uber, por ejemplo, anunció que unos 88 mil conductores quedarían sin trabajo desde el próximo mes, sea o no exagerada la cifra, bien podría esto generar una estampida de estas personas a unas plataformas ya constituidas o a otras que seguirían operando por su cuenta, que son más baratas, que ofrecen mejor rentabilidad y que se escudriñan en otras aplicaciones difíciles de detectar y controlar por parte de las autoridades de tránsito.
Así las cosas, el escenario de entrada señala que será una tarea ardua intentar poner de acuerdo a los empresarios de los taxis y a las directivos de las plataformas como Didi, Beat o Cabify, que lejos de querer irse del país anunciaron esta semana su apoyo al Gobierno y al Congreso para diseñar unas políticas claras para la prestación de estos servicios y garantizar un marco regulatorio equilibrado y moderno para todos los actores.
Por el momento, es evidente que si estas plataformas pretenden pasar de la informalidad a la formalidad tendrán que asumir obligaciones como estar legalmente constituidas, inscritas en el Ministerio de Transporte, ser reguladas por la Superintendencia de Puertos y Transporte, adquirir las pólizas de responsabilidad civil contractual o extracontractual para cubrir accidentes o daños a terceros, afiliar a sus conductores al Sistema de Seguridad Social y contar con vehículos confiables, obligaciones que no serían aceptadas fácilmente en medio de los diálogos propuestos, pues parte de las ganancias de esta operación se obtienen gracias a la evasión de ciertas obligaciones.
El problema hoy no es si Uber se va o se queda, ya que otras plataformas, unas visibles y otras no tanto, están dispuestas a continuar en el negocio. Lo que existe de fondo es una feroz lucha por una rentable porción del mercado del transporte de pasajeros en las ciudades. Razón suficiente para abordar esta problemática con una regulación que incentive la transformación, los avances digitales, la innovación, que ofrezca mejor servicio para los usuarios y que garantice una competencia basada siempre en la legalidad.
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