Alguna vez escribí en unas notas de campo que el obstáculo más grande en mi trabajo con la comunidad habían sido las instituciones. No porque literalmente se hubieran interpuesto en el proceso, sino porque a través de sus maniobras políticas lo subestimaban, lo utilizaban, lo subvaloraban y eso la comunidad lo sentía, lo hablaba, lo guardaba y terminó más tarde convertido en desconfianza y resentimiento, por parte de la comunidad, máxime cuando es compartida la percepción de una situación crítica o perjudicial para ellos y comienzan a organizarse en función de buscar soluciones, proceso que en términos comunitarios tiene mucho valor, pero que en la lógica institucional poco importa.
Cuando un tema como la droga es “puesto en la mesa” de una comunidad cuyos determinantes sociales son realmente complejos (mínimo ingreso per cápita, desempleo, violencia intrafamiliar, analfabetismo, insalubridad, una verdadera vulnerabilidad social) y los diferentes actores de esa comunidad comienzan a conversar sobre este tema, a darse cuenta que realmente son ellos los llamados a buscar soluciones y no personas de “afuera” -que no conocen ni su historia ni sus circunstancias- y centran su atención en un proceso con el que comienzan a identificarse, a sentir esperanza, a pensar que las cosas pueden cambiar, ése proceso de repente transformó la vida de la comunidad porque lo que piensan ahora esas personas de sí mismas, de su presente, su pasado y su futuro es diferente y eso tiene un especial valor.
Uno es un facilitador, alguien que observa, analiza, conoce, reflexiona, identifica, propone, gestiona, capacita, orienta, acompaña, no desde la barrera, sino desde la acción y la participación. Y desde allí es desesperanzador –¡créanme!- ver la comodidad de las instituciones que prometen apoyos, dineros, acompañamiento y luego, cuando todo está adelantado, retiran su apoyo, su dinero y su acompañamiento dejando sola a la comunidad.
Por su condición de vulnerabilidad, la comunidad no está preparada en muchas de las veces para maniobrar y sobreponerse al abandono institucional por lo que generalmente los procesos caen y los problemas continúan.
Por eso tiene tanto valor la confianza ganada en los procesos –me refiero a que la comunidad confíe en el proceso que es abanderado y acompañado por una institución-yes algo que las instituciones no entienden. Un proceso sin confianza es suicida, está destinado al fracaso ¡por donde se mire!
También manifesté que es increíble el basurero de iniciativas institucionales que uno se encuentra en su trabajo: la prevención es un negocio –quedó convertido en negocio, como el de la salud-, muchas de las instituciones no tienen un interés real por hacer un buen trabajo en la comunidad sino que su interés es meramente financiero: presentar proyectos, lograr ayudas y reconocimiento, esto explica su negligencia y apatía.
A pesar de tanta evidencia que existe sobre las consecuencias del consumo de drogas, y de la cada vez más convincente situación crítica de las universidades, colegios e instituciones en general, las instituciones aún se hacen las de la “vista gorda” respecto de su abordaje. Debe haber un compromiso institucional con un presupuesto, una infraestructura física y un equipo humano que soporten la intervención.
Recientemente el Senador Armando Benedetti anunció su propuesta al Congreso de la República de crear una agencia de prevención contra el consumo de drogas que dependería directamente del Despacho del Presidente.
Enhorabuena Senador Benedetti. Aunque discrepo de algunas de sus actuaciones políticas me alegra saber que en su declaración a la prensa se nota su sensibilidad frente a los vacíos que tiene Colombia a este respecto.
Comentarios