Como dije, es nuestro cerebro el centro de la acción: conocemos, deliberamos, reflexionamos y decidimos gracias a él. Por ello, se caracteriza el actuar del ser humano. Los animales en cambio, aunque tienen cerebro, no reflexionan, no piensan, no deciden. Su nivel de especialización les permite dominar una de tantas actividades como lo sería el agarrar, trepar, correr, morder, etc., pero los seres humanos somos versátiles, pues tenemos una enorme capacidad de adaptación, cuestión que nos pone en un plano de indefinición: ¿para qué servimos? Si nos comparamos con un chimpancé, cuanto más se haya demostrado nuestro parentesco genético con él (estamos hablando de un 95 por ciento) más obvio resulta que haya una diferencia simbólica no encontrada en el ADN y que por tanto marque la diferencia como especie.
El Filósofo y Sociólogo Arnold Gehlen habló del ser humano como un ser que actúa, y a ésta como una de las distinciones más contundentes frente al resto de los seres vivos animales, a quienes en cambio, al decir de Aristóteles, les es imposible actuar.
Son tres los elementos analizables en el actuar del ser humano, en su actuar “voluntario”: las circunstancias y la manera como se presentan, es el primero de ellos (y esto se relaciona directamente con el conocimiento que se tenga de esas circunstancias); en segundo término, las posibilidades de acción sobre esas circunstancias (lo que sin duda conduce a la imaginación, es decir, contemplar como posibilidad aquello que puede ser, que aún no es y que quizá llegue a serlo) y finalmente, la decisión respecto de esas circunstancias (que tiene que ver con los práctico).
Pero a este actuar “voluntario” le sobrevienen dos obstáculos grandes que, en perspectiva, ponen en duda lo que de “voluntario” tiene nuestro actuar: la ignorancia y la fuerza de las circunstancias. En el primero de los casos, el ser humano actúa sin el conocimiento suficiente sobre las circunstancias o con una noción errónea de lo que se va a hacer, es decir, hacemos lo que sabemos pero no sabemos del todo lo que hacemos; casi nunca tenemos un conocimiento pleno y fiable de lo que vamos a hacer o de las circunstancias que vamos a intervenir en lo que tiene que ver con su pasado, su presente y su futuro, y sin embargo actuamos. Por eso Kant dice que la necesidad de actuar en el ser humano es mayor que la posibilidad de conocer, porque actuamos a pesar de no saber muy bien lo que hacemos. Nuestro actuar se guía por supuestos.
Propuse esta discusión en un grupo de trabajo con jóvenes. Fue crudo el intercambio de experiencias relacionadas, sobre todo con el ámbito sexual, específicamente con el uso del preservativo: en el último momento, a pesar de tenerlo listo para usar, muchos dijeron que supusieron –en varias ocasiones- que su pareja era una persona en la cual se podía confiar y simplemente no lo usaron. Actuaron con base a un supuesto, a un conocimiento escaso y muy poco fiable respecto de su pareja, pero actuaron de todos modos.
Muchas de las decisiones que tomamos a diario se circunscriben en el marco de esta reflexión.
El segundo obstáculo tiene que ver con la fuerza de las circunstancias, y el ejemplo más claro que puede venir en este momento es el del paciente que autoriza al médico a cortar su pierna temiendo poner en riesgo su vida, es decir, hay una presión que ejercen las circunstancias que nos fuerza a obrar de cierto modo y no de otro, en otras palabras, que nos coacciona a actuar bajo posibilidades muy restringidas.
Típicamente se nos presentan dos opciones y hay que escoger o la mala o la peor, para el caso, o cortar la pierna o perder la vida.
Así es que el actuar “voluntario” del ser humano no es tan “voluntario” como pensamos y defendemos. Sin embargo, escudamos muchas de nuestra acciones en una libertad que, como ven, ha comenzado en esta columna a cambiar su forma. Tal vez somos libres pero no en la manera en que creemos que lo somos, tal vez no lo somos pero hemos construido una idea de que sí lo somos…
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