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Entendamos por ella que el aparato productivo y el empleo retomen el ritmo anterior a marzo del 2020 cuando empezamos a cerrar la economía por el virus. Déjenme reiterar que el cierre total, cuando teníamos 15 muertos y 200 casos nuevos por día, no se compadece con la apertura total cuando tenemos cuatro mil casos y 150 muertos cada veinticuatro horas; venimos de un pico terrorífico: casi treinta mil casos y mil muertos cotidianamente, que puede volver. En verdad no se dio el debate ético y el mundo prefirió los muertos a los desempleados.
Las ramas de la actividad económica tienen síntomas alentadores. A pesar de que los datos van a ser positivos en exceso comparándolos con las caídas dramáticas del año pasado, se ve que el aparato productivo se ha sobrepuesto a las dificultades de las cuarentenas y los bloqueos. La industria pasa a comportamiento positivo; el comercio también. Las exportaciones crecen y las no energéticas mantienen su dinámica en manufactura y agroindustria. Las remesas de colombianos en el exterior vuelven a crecer; es muestra de solidaridad de quienes han migrado con los suyos en Colombia. La inversión extranjera tiene cifras menores pero la exploración petrolera se ha reanimado y los grandes jugadores parecen volver al país. El café está en sus precios internos más altos; hay buenas remuneraciones para el ganado, el cacao, el aguacate, la caña y el azúcar. El desempleo que llegó a niveles casi nunca antes alcanzados, desciende aunque lentamente; falta que se reactiven los servicios como turismo, entretenimiento y cultura y veremos más puestos de trabajo para jóvenes y mujeres; tal vez cese el aumento de la pobreza.
Ahora, la reactivación trae inflación y ella tasas de interés al alza, en un contexto de pérdida del grado de inversión que tiene también consecuencias negativas sobre el costo del dinero. En EE.UU., las alzas han sido reportadas en descenso; el empujón de demanda y la escasez de oferta al reabrir, produjeron un choque de precios que se está calmando si bien hay causas profundas para altas cotizaciones de materias primas como metales, petróleo y gas, alimentos, transporte y logística, y de elementos de alta tecnología escasos como microchips y celdas solares. A la FED, encargada de velar por una inflación baja y estable, no le ha entrado susto aún y las alzas de las tasas de interés, previsibles, parecen no inminentes ni pronunciadas. Esperemos que el Banco de la República tenga a mano la misma agüita de cidrón para los miembros de su junta y no entremos en un pánico de alzas que, sumado a la incertidumbre electoral y a la alta deuda, podría llevarnos a una tragedia.
Nuestro fisco sigue siendo el punto débil del tablero económico. La deuda pública bordea el setenta por ciento del PIB y la reforma que se tramita en el Congreso no va a significar nada distinto a un pañito húmedo en medio de una piara. Lo grave es que habrá que endeudarse más aún y a costos mayores, con mayor y más rápida devaluación y más estrés de la cuenta corriente y del déficit fiscal cercano al diez por ciento del producto. A mi generación y a las siguientes nos habían enseñado que la deuda debía ir “pari passu” con el PIB, es decir crecer a su ritmo; excepcionalmente podía el estado gastar más, de manera sostenible y recurrente, si se preveía crecimiento mejor en el mediano plazo. La enseñanza se ha desechado: el estado ha gastado y se ha endeudado como nunca, sin crecimiento productivo. Esa debilidad debe obligar a la dirigencia política a liderar con seriedad, sin populismo. Debe mostrar a los ciudadanos los graves riesgos futuros. Miremos al liviano Castillo en Perú quien ya empieza a tener dificultades; su senda constitucional es incierta.
Populismo, ignorancia y gasto público imparable, son una mezcla corrosiva. Abundan hoy esos ingredientes y hay que hacerlos visibles en el ‘culebrero’ camino de las campañas.
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