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Claro que nunca clavé un clavo en la pared ni tiré el abrigo en el diván porque, como decía Bertolt Brecht, pensaba que mañana estaría de regreso. No era fácil; era inevitable el desgarro de emociones y nostalgias por aquellos países y amigos que me habían dado la mano. Una ilusión imposible sin dosis de locura, aunque lentamente descubrí que, sin haber huido, había firmado un exilio permanente. A él se añadían las miserias de la persecución política. La patria que había imaginado nunca existió. Cada uno de los tres intentos de retorno significaron pensar en un nuevo exilio, como si purgara una condena.
Una de las primeras sorpresas fue que el estiércol de la maña, la mentira y la corrupción había hecho metástasis en toda la sociedad. No es un asunto de políticos, como suele esgrimir el credo popular colombiano. Es un vandalismo de amplio alcance que se expresa en la confiscación del poder por pequeñas tribus y que se extiende desde el más instruido hasta el paisano en la calle o el vecino.
Después comprendería el enfermizo peso de la barbarie de una sociedad que habla de paz durante décadas, pero que se hace la guerra como ninguna. Que no condena el narcotráfico ni nada la conmueve ni le parece suficientemente horrible. De penetrantes odios heredados, como los que se pueden rastrear desde los primeros rebrotes de la violencia hacia 1930, en libros como “Los años del olvido: Boyacá y los orígenes de la violencia” de Javier Guerrero Barón.
Luego tropezaría con una sociedad que piensa y siente a medias y que solo sobrevive, sin grandes propósitos. Lo que hicieron los gobiernos y las élites en las últimas dos décadas fue gastar y malversar la bonanza minero-energética, sin construir un aparato industrial, de exportaciones o desarrollo sostenible que brindara oportunidades. Una campeona de la desesperanza que ha sido la más violenta de América Latina en los últimos 50 años, la que más migrantes ha expulsado, de mayor desempleo y de menores exportaciones per cápita.
El corolario fue encontrar una sociedad revolcada en su pequeñez, como dice Milán Kundera, que no dialoga, de profundas desigualdades y exclusiones.
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