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Según el Dane entre 1960 y 1965 la tasa de nacimientos por cada 1000 habitantes fue de 45.03, en el 2018 se redujo a 13.5 y en el 2022 siguió descendiendo al quedar en 11.1.
Los seres humanos tenemos la extraña capacidad de no reaccionar ante los problemas que fundadamente se avizoran en el mediano y largo plazo. Ha ocurrido con el cuidado del medio ambiente; pero es singular la despreocupación ante los problemas demográficos, pese a la evidencia del invierno demográfico en occidente y, aunque no tan grave, también en Colombia. No es sino escuchar los argumentos de Santiago Montenegro a raíz de la reforma pensional.
En todas las etnias originarias en el tiempo, los hijos han sido considerados un bien, quizás el mayor. No solo porque se les ama desde el principio, sino porque son la garantía de la supervivencia de la cultura pues el parentesco es la base de toda sociedad. Ahora bien, el que esto se haya ido olvidando está relacionado con fenómenos morales.
Por señalar solo uno: un individualismo desviado. Diferente al individualismo responsable y generoso que busca el propio mejoramiento para darse más y mejor a los demás. Es que el individualismo desviado y narcisista no es capaz de sentir la generosidad de la antigua expresión: “plantar árboles para que otros se sienten a su sombra”.
Este tipo de individualismo es calculador y utilitarista incluyendo la previsión de tener hijos. Está muy extendida la idea de que, antes de engendrar a otros y sacrificarse por ellos, hay que vivir la propia vida, también sexual, algo que se hizo posible por la llamada “liberación sexual” y los medios anticonceptivos. Eso explica el retraso, no ya de la vida en pareja, que ha adquirido distintas formas, sino en ser madre o padre.
Siempre se han dado casos de esa mentalidad. Pero lo nuevo del fenómeno es que se ha hecho en gran parte cultura, es decir, una costumbre cada vez más extendida que impide pensar en las consecuencias que mi acción va a tener sobre el conjunto social. Es claro que la generalización de la reducción de la natalidad acaba en una especie de suicidio cultural colectivo.
En contra de lo anterior se afirma que la resistencia a tener hijos se debe a causas económicas: insuficiencia de trabajos bien remunerados, imposibilidad de hacerse con una casa, etc. Pero la humanidad ha vivido muchas veces en situaciones económicas más adversas, sin responder prevalentemente con el cálculo de la descendencia.
Lo cierto es que, sin excluir la influencia de las situaciones económicas junto con la ausencia de políticas pro natalidad, la causa principal del descenso de la natalidad es una mentalidad: ese individualismo calculador que, en su extremo, ve en los posibles hijos e hijas una limitación de la propia independencia.
Así las cosas, la solución al problema demográfico no depende tanto de la mejora de la situación económica o de leyes natalistas más inteligentes, sino de un cambio de mentalidad, de concepción de la vida inculcada desde los primeros niveles educativos y claro está en la familia. Para ese cambio es importante aquello de que “hemos de hacer por nuestros hijos lo que nuestros padres hicieron por nosotros”. La devolución, por parte de los hijos, del amor y de la entrega de los padres y madres hacia ellos no es posible, por mucho que sea el cariño y el respeto, sino que se escalona hacia los propios hijos e hijas. Una muestra de esto es, en la casi totalidad de los casos, el bien que significa para los padres y madres ser abuelos. Y el bien que supone para la persona tener, en el mejor de los casos, cuatro personas más que la quieren: los abuelos.
Si no cambia la mentalidad del individualismo egoísta, el invierno demográfico seguirá aumentando sin esperanza de primavera.
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