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Éramos una ciudad digna, de prestigio. Luego de los renombrados juristas y políticos de la famosa “Escuela del Tolima”, documentada admirablemente por Augusto Trujillo, surgió una clase empresarial que fundó aerolíneas, molinos, hilanderías, la Universidad de Ibagué, textileras. Un puñado de visionarios con credibilidad para asociarse con la Federación Nacional de Cafeteros, Fabricato, el Grupo Santodomingo, Cementos Diamante, etc. Una época dorada. Hoy, sin élite económica, vivimos el contrasentido de intentar combatir el desempleo alentando la construcción, en una ciudad empobrecida por la desidia y sus efectos colaterales.
La culpa no es suya, alcalde Andrés Hurtado, pero debemos comenzar a arreglar el asunto, antes de que sea demasiado tarde. El actual POT, heredado de Luis H, es una vergüenza nacional. Los curadores urbanos patentaron la fórmula de evadir las cesiones al espacio público, sin que nadie los ronde en el municipio, ni en la Facultad de Arquitectura. Aquí se construye sin estética, diseño, ni urbanismo. Improvisados constructores demuelen el patrimonio arquitectónico de La Pola y Belén para levantar, cada uno, su original portacomidas. En el barrio Berlín embutieron 800 apartamentos en menos de una hectárea. Desde un dron los aburridos bañistas parecen cuatro larvas intentando asolearse en la base de un cilindro de papel higiénico. Al costado norte le agregaron un paquetaco de galletas, que ofrece la bucólica vista de la torre de parqueaderos a los compradores de los siete primeros pisos. ¡Una belleza! Las colinas del distinguido barrio Piedrapintada fueron coronadas por una muralla de setenta metros, estrato dos, plena de avisos “Se Vende y/o Arrienda”. Un soberbio homenaje a las páginas de clasificados.
¿La inspiración estética de nuestros flamantes pegaladrillos y curanderos urbanos? La cárcel de Picaleña. El auténtico golpe de astucia del negociante “atrapatontos”, consistente en engatusar la clase media para que entierre sus esperanzas en cajuelas, sin acabados, en cuyos ascensores convivirán las amas de casa y sus bebés de brazos, con carretillas de arena, bultos de cemento, barillas, galones de pintura, pues todas las unidades se entregan en obra gris, tirando a negra.
No todo es malo. Tenemos constructores profesionales de gran calidad y algunos planes parciales que intentan hacerlo mejor (la familia Laserna cedió el 22%, para espacio público, estando obligada solo al 18% por el nefando POT, que en las ciudades serias exige 30%).
Lo más enternecedor es la esperanza de seducir a los pensionados bogotanos, esos que no compiten por el escaso trabajo y les encanta salir a conversar en una cafetería, ir al matiné, al bingo o simplemente salir a caminar y pasear al perro; tener una vida sosegada, tranquila, económica, en una ciudad limpia, de clima agradable.
España es el paraíso de los ingleses, Miami el de los gringos e Ibagué pudiera tener las condiciones para serlo de los bogotanos. Pero nadie sueña con vivir en una de esas horrendas cajas de fósforos que les están incrustando al Salado, los piedemontes de Ambalá, Calambeo y próximamente invadirán el pulmón de San Jorge.
Necesitamos cerros sin pastiches de cemento; parques, espacios verdes sombreados, ciclorutas, alamedas, árboles, gimnasios al aire libre, quebradas limpias. A ver si le bajamos todos a la agresividad que nos causa vivir en la tierra del “sálvese quien pueda”. ¡Construcción sí, pero no así!
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