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La fiesta de Pentecostés en nuestra Iglesia Católica, conmemora la efusión del Espíritu Santo sobre los apóstoles en formas de lenguas de fuego. Así lo confirma el libro sagrado: “Todos quedaron llenos del Espíritu Santo” (cf. Hechos 2, 1-4).
Es cierto que sin el cultivo de un buen espíritu, estamos perdidos en la inmensidad de este mundo. ¿Nos dejamos guiar por el Espíritu de Dios, o le obedecemos a los placeres de este mundo?
Así se cumple el consejo sabio de la Escritura: “El Espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada.” (Juan 6, 63).
Del Espíritu de Dios, brotan esos dones y carismas que nos abren las puertas a la conquista de la felicidad. A la plenitud de nuestra existencia. A la santidad de vida. A la superación personal. Se puede afirmar sin temor a equivocarse que: la vida de una persona comienza a cambiar, en el momento en que se deja guiar por el Espíritu Santo. Cuando permite que el Espíritu de Dios habite en su corazón.
Cuando descubre los dones y las gracias de Dios: la sabiduría, el entendimiento, el consejo, la ciencia, la fortaleza, la piedad, el temor de Dios. Cuando cree que el Espíritu es principio de fe. (cf. (1 Corintios 12, 3b-7). Cree que el Espíritu es principio de amor; principio de conducta moral; principio de la esperanza; principio de la oración; principio de la unidad.
Cuando un creyente se convierte al Espíritu de Dios, necesariamente produce unos frutos: Con respecto a Dios, (la caridad, el gozo y la paz). Con respecto a sí mismo: (La modestia, dominio de sí). Con respecto a los demás: (La paciencia, bondad, longanimidad, mansedumbre y fidelidad). (cf. Gálatas 5, 22-23).
Si vivimos según el Espíritu hay que obrar según el Espíritu. El Papa san Juan Pablo II, enseñaba desde su magisterio que: La Iglesia, por tanto, instruida por la palabra de Cristo, partiendo de la experiencia de Pentecostés y de su historia apostólica, proclama desde el principio su fe en el Espíritu Santo, como aquél que es dador de vida, aquél en el que el inescrutable Dios uno y trino se comunica a los hombres, constituyendo en ellos la fuente de vida eterna. (Encíclica, Dominun et Vivificantem, 1)
Cuida tu salud: La Ausencia del Espíritu, equivale a estar muerto en vida.
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