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Al comparar con el número de habitantes de los países, como toca hacer las cuentas para que se entiendan mejor, a Colombia solo la superan dos países en contagiados por cada 100 mil habitantes: Seychelles y Mongolia. Y vamos ya en 106.455 muertos, lo que nos ubica en el puesto 14 con más víctimas mortales por millón de personas.
Nos ha ido peor porque ante un bicho como este, cuyas vacunas solo aparecieron, y en cantidades insuficientes, nueve meses después de detectarse, la prevención, el no entrar en contacto con el virus, era y es el primer instrumento para enfrentarlo, pues además son limitados los medicamentos contra los efectos del contagio. Sin negar las obvias diferencias de época, sigue siendo cierto que la mejor medida contra esta pandemia es la misma de la Edad Media: “No se deje contagiar”, en un país en el que esa buena idea es para muchísimos muy difícil de cumplir. Porque para ellos aislarse en sus casas –por así llamarlas porque viven en las peores condiciones– implica aguantar hambre, dado que si no salen a la calle a rebuscarse, no comen, en tanto estos y los de trabajos menos precarios no pueden dejar de correr los riesgos del transporte público.
Y la dolorosa realidad de tener que arriesgar la vida para no morirse de hambre –por la gran mediocridad del capitalismo nacional– ha sido mal atenuada por el gobierno de Iván Duque, el único poder que podía hacerlo, dadas las bajísimas transferencias de recursos públicos entregadas a los necesitados.
El sistema de salud, encabezado por las EPS, no ha estado a la altura del reto de la pandemia –y no solo por el detestable maltrato a sus trabajadores–, en especial en la detección temprana del virus, detección importantísima porque permite aislar con rapidez a los contagiados y tratarlos, al igual que examinar pronto a sus más cercanos, para que de ser necesario también se aíslen, prácticas que sí han ejecutado con acierto los países exitosos en esta batalla global.
Y los hechos terminaron por darnos la razón a quienes en diciembre pasado, en medio de las agresiones del duquismo, advertimos que la vacunación podía salir peor de lo que prometía el gobierno, en mucho por culpa de las trasnacionales de los medicamentos. Además de que Colombia fue el país número 79 en empezar a vacunar, se vacuna con lentitud, ritmo que nos aleja de la llamada inmunidad de rebaño, que exige superar ciertos umbrales.
Como resultado de estas verdades, y porque la economía nacional ya estaba muy deteriorada en febrero de 2020, son pésimas las cifras económicas y sociales: el año pasado el PIB se redujo en 6,8 por ciento, se cerraron 509.370 micronegocios y los que pudiendo trabajar no lo hacen suman 11,5 millones (desocupados, inactivos en su hogar y trabajadores sin remuneración). El desempleo en este mayo marcó 15,6 por ciento, pero el juvenil dio 23,1, discriminado en 18,7 de hombres y 29,3 de mujeres, en tanto el ministerio de Hacienda, en la exposición de motivos de la fallida reforma tributaria, calculó en 69 por ciento la informalidad de 2020. De lo peor en el mundo. En Colombia ser joven y mujer ya es un problema, pero si además se es afro o indígena y Lgbti, ni se diga, porque las diferencias naturales se usan como pretexto para convertirlas en maltratos sociales.
Coletilla: hace semanas, el Tribunal Administrativo de Cundinamarca le dio plazo de tres días al gobierno para entregarle a Ramiro Bejarano los contratos de compra de las vacunas que se aplican en Colombia. Pero mediante descaradas e ilegales maturrangas, no han cumplido la orden y los precios pagados siguen en secreto. Pero no me sorprende. Porque llevo más de un año exigiéndole al gobierno que me informe cuánto pagaron los dos compradores de Electricaribe, precio y negocio definido por Duque y su alta burocracia a un costo de por lo menos ocho billones de pesos de recursos públicos que nunca se recuperarán.
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