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Que ahora no resulte el vivo o el despistado que concluya que soy enemigo de la economía no empresarial, como la de campesinos y demás trabajadores por cuenta propia. Porque llevo cinco décadas proponiendo que en Colombia se respalden y defiendan las distintas economías, incluida la muy importante de los más débiles, como lo demuestra el gran aporte al progreso del país del campesinado cafetero.
Porque con la máquina de vapor y los otros motores se ha multiplicado por miles la fuerza natural de los seres humanos, también a partir de la poderosa fuente de energía que son los combustibles fósiles.
Pero ojo: no hubieran podido utilizarse los motores que convirtieron las herramientas en máquinas-herramientas, si, antes, no se hubiera concentrado la producción en plantas con decenas, centenares o miles de trabajadores, es decir, en las empresas. Un ejemplo ilustra el punto: un campesino pobre se quiebra si compra un poderoso tractor para usarlo en su minúscula parcela.
Con la Revolución Industrial y las empresas crecieron mucho la riqueza de los países, los ingresos de los trabajadores, el nivel de vida de la población y, entre otros avances, el Estado pudo ofrecer educación pública y gratuita, otro gran salto del progreso social. Terminaron por aparecer los derechos democráticos de los asalariados, entre ellos a organizarse para tratar con las empresas. Y se conquistó la democracia política, que sustituyó el feroz despotismo de las monarquías feudales.
De ahí que mis debates sobre Agro Ingreso Seguro o las ilegalidades en la Altillanura los hubiera iniciado con la expresa constancia de que no eran contra los empresarios ni contra las empresas, sino contra ciertas conductas que consideré inaceptables.
Lo anterior para concluir que en la base del subdesarrollo de Colombia –el del capitalismo de los escasos 6.500 dólares por habitante, once y ocho veces menor que los de Estados Unidos y Alemania–, están las bajas tasas de empleo formal en comparación con las de los países desarrollados, cifras que también indican lo raquítico de la economía empresarial colombiana, no por culpa de los empresarios ni de los asalariados, sino de las pésimas políticas económicas nacionales.
Para entender mejor lo que pasa en el país, donde los trabajos formales son apenas 10,2 millones de los 39,4 millones posibles, habría que crear 588 mil empresas de 50 trabajadores cada una para formalizarlos a todos. ¿Y cuántas empresas y negocios por cuenta propia más tocaría montar para atender la nueva capacidad de compra creada?
Concluir entonces que en Colombia y en Bogotá sí existen intereses comunes sobre los cuales trabajar en medio de las diferencias, como crear, crear y crear más fuentes de empleo formal y riqueza.
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