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El fútbol es el deporte que más interés despierta en el mundo. Los fanáticos se cuentan por millones y la condición humana de estos conglomerados son un crisol donde florecen todas las emociones y las problemáticas socioculturales. Sin embargo, para los empresarios de este deporte el hincha es solo un consumidor al que poca atención se le brinda y solo cuando se convierte en problema de orden público es tenido en cuenta. No existen estrategias para tratar de sensibilizarlo frente a su comportamiento y llegan a los estadios armados de todas sus pasiones y a dar rienda suelta a su espíritu pendenciero. Como la mayoría de hinchas que asumen estos comportamientos son adolescentes y jóvenes que atraviesan momentos complejos en la formación de sus personalidades, la barra es el lugar propicio para desfogar sus fanatismos frente a lo que representa el otro, llámese jugador, árbitro, hincha contrario, etc.
Lo sucedido el domingo pasado en el estadio Manuel Murillo Toro, es una expresión más de la ira almacenada por un hincha y secundado con celebraciones por parte de una tribuna. La responsabilidad es de todos, inclusive de quienes decidimos un día no volver al estadio por la violencia generada a la salida de los partidos y por las noticias de la crónica roja de los diarios que hablan de las vidas que se pierden por el solo hecho de llevar una camiseta del equipo contrario.
Ya lo decía Eduardo Galeano “El fútbol es un ritual de sublimación de la guerra y en cada enfrentamiento entre dos equipos entran en combate odios y amores heredados de padres e hijos”. Pero, lo que no se puede aceptar es que todo siga igual. Que veamos el deporte exclusivamente como un negocio y nos olvidemos que los protagonistas son seres susceptibles de educar y que eso no se hace de un día para otro, sino con la persistencia y ejemplo de todos los implicados en este espectáculo que algún día se puede rescatar.
Cuando se le hacen goles a la estupidez, como el domingo anterior, todavía nos queda una oportunidad, ganarle por goleada a la barbarie.
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