Para que tengamos vida…

Mario García Isaza

El Departamento de doctrina del Secretariado Permanente del Episcopado, publicó hace unos días una cartilla, que se anuncia como la primera de una serie, sobre el respeto al primero de los derechos fundamentales de toda persona: el derecho a la vida, como don de Dios del que sólo Él es dueño y contra el cual nadie puede atreverse a atentar. 
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He leído el documento. Es una síntesis clara y expuesta sin ambages y en lenguaje clarísimo de lo que la Iglesia católica ha enseñado siempre sobre la dignidad intangible del ser humano; lo que ha enseñado, y lo que sigue y seguirá enseñando, porque emana de la revelación, aun a riesgo de que los corifeos de la cultura de la muerte, que hoy quiere imponérsenos, vociferen, rabien y zahieran insolentes. 

En la presentación del documento, nuestros pastores ponen el dedo en una realidad de nuestra patria que es raíz e incentivo de las políticas de muerte: “En Colombia, paulatinamente se ha abierto paso la equivocada idea de que el sufrimiento del enfermo es una amenaza insoportable, de la que es preciso liberarse a toda costa; y por ello diversas sentencias de la Corte Constitucional junto a resoluciones del Ministerio de salud y protección social no dejan de promover la cultura de la muerte y la mentalidad eficientista a través de la eutanasia”  Y frente a esa realidad, que muchos quisieran negar o paliar con argumentaciones eufemísticas, nuestros Obispos reivindican el deber y el derecho de la Iglesia de proclamar, incluso si la suya es como una voz en el desierto, “el Evangelio de la vida”.

Toda la Cartilla, para quien la reciba y lea con ojos desprevenidos y una mente libre de prevenciones, está empapada de humanismo paternal, de cercanía benevolente y pastoral hacia el que sufre y hacia quienes lo rodean; son las actitudes y sentimientos que rezuman  las “cartas” que los Obispos dirigen al enfermo, a su entorno familiar y al personal de la salud encargado de brindarle alivio. 

Hay, además, en todo el documento, - estoy refiriéndome al trasfondo humano y espiritual que inspira la Cartilla – un enfoque, una forma de ver y valorar realidades ineluctables de la vida humana como la enfermedad, el sufrimiento y el dolor, que son profundamente evangélicos, que ven con los ojos del Buen Samaritano, que trascienden la visión utilitarista de quienes, a través de la eutanasia promueven la política del descarte en relación con el anciano o el enfermo. Es así, a la luz de ese humanismo saturado de Evangelio, de esa capacidad para desentrañar el valor salvífico que tienen el dolor y la muerte misma, como resulta posible entender lo que, en los subsiguientes capítulos de la Cartilla se nos enseña: 

Que la vida, toda vida, es un don, es participación de la vida misma de Dios, y tiene un valor en sí misma; que cada uno de nosotros es amado por sí mismo; que el sufrimiento, con sus múltiples rostros, hace parte ineludible de la vida humana, y que, sin caer en una actitud masoquista, tenemos que ser capaces de aceptar y en alguna forma sublimar esa realidad, y hacerla salvífica; que se pervierte el auténtico sentido de nuestra libertad cuando pretendemos justificar con ella actos que van en contra de la ley natural; que, como dice san Pablo, el amor todo lo soporta, y que por eso precisamente, cuando hay verdadero amor  “no hay enfermedades incuidables”; que la persona que sufre reclama no solo el alivio de los tratamientos y cuidados paliativos que atemperen su dolor, sino, y aún más, el consuelo y  la fuerza que emanan de la ternura, del afecto y de la compasión de su entorno; que esa compasión no puede volverse, nunca,  una “excusa para privar de la vida”, y “no consiste en provocar la muerte,  sino en acoger al enfermo, en sostenerlo en medio de sus dificultades, en ofrecerle afecto, atención y medios para aliviar su sufrimiento”; que se esconden  una idea y una intención perversas en el eufemismo maquiavélico de la “muerte digna” para referirse al asesinato del que sufre o es considerado inútil.

Mario García Isaza.

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