PUBLICIDAD
Unos fueron los muertos del coronavirus. En el mundo, al principio se contaban por decenas, luego por cientos y pronto por miles hasta llegar a más de 1.8 millones, 235 por cada millón de habitantes de este planeta. En Colombia nos angustiamos cuando en agosto tocamos el techo de 400 muertos diarios, cifra que pronto se redujo a la mitad para volver a subir hasta unos 300 con las aglomeraciones de diciembre, completando más de 43.000 en todo el año, 850 por cada millón de colombianos.
Pero también fue la cuenta de los muertos, mejor los asesinados, por defender la paz y los derechos de desplazados y víctimas. Cada día nos enteramos del asesinato de un líder social o un ex guerrillero, y cada semana de por lo menos una masacre.
El conteo trágico llegó a 309 líderes sociales asesinados y 250 colombianos que entregaron sus armas y creyeron en el acuerdo de paz. Son mucho menos que los muertos del Covid, pero más alarmantes porque no son consecuencia del azar de la naturaleza sino de acciones premeditadas con sevicia ante la pasividad de un Estado que sigue calificándolas de hechos aislados y hace poco por controlarlas.
Estas cifras de muertos y asesinados pueden ser estadísticas frías a las que estamos acostumbrados en este país tan violento, e inclusive contraponerse a otras cifras de reducción en los muertos por accidentes viales o en homicidios por riñas, como efecto lateral del confinamiento. Hasta que, como dice Ricardo Silva en su novela “Río Muerto”, la indiferencia termina y se deja de querer “ese lugar que amaron a pesar de los cadáveres hasta que el cadáver del día fue de su familia”.
Muchas familias así lo sintieron con el Covid: una enfermedad china que mataba mucha gente pero que era lejana por lo que eran innecesarias y exageradas las medidas de confinamiento, hasta que el coronavirus tocó sus puertas y el enfermo, o el fallecido, fue un pariente o un amigo cercano de quien no pudieron ni siquiera despedirse porque lo dejaron a la puerta del hospital para recibir unos días después solo sus cenizas. Esa dolorosa experiencia nos ha marcado a muchos y nos ha vuelto más sensibles ante la necesidad del cuidado.
Desafortunadamente los cadáveres de líderes sociales y ex guerrilleros son mucho más lejanos para la gran mayoría de colombianos, sobre todo para quienes viven en las ciudades y desconocen las historias de esas víctimas, por lo que su asesinato sistemático no ha generado una masiva reacción social.
Al terminar este 2020 extraño y trágico, la esperanza es que el nuevo año podamos dejar de contar tantos muertos y reaccionemos ante los que no son inevitables; por eso mi deseo para los pacientes lectores es que podamos hacer realidad el mensaje del P. Francisco de Roux: “Que en el nuevo año caigan las mentiras y los miedos, y pongamos en marcha, desde la verdad, un futuro de esperanza, reconciliación y fraternidad en el que rescatemos la dignidad que nos merecemos como pueblo de Colombia”.
Comentarios