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En las Ciencias Sociales cuando tratamos de hacer balances sobre éxito y fracaso de una política o una institución apelamos a las investigaciones y planteamientos de pensadores contemporáneos como Foucault; así se determinan, por ejemplo, los resultados de la prisión para combatir la criminalidad: no cumple las funciones declaradas pero se mantiene porque sirve para otras cosas. En el derecho es muy conocida la frase de este filósofo francés, según la cual, “la cárcel se conserva debido a sus fracasos”: lo mismo se hace respecto de la Política Criminal contra las drogas. Del prohibicionismo, que es su principal característica, se obtienen muchas ganancias: por ejemplo, ganan los que concentran capital gracias a la interrelación funcional entre circulación legal y circulación ilegal del dinero (lavado de activos, inversiones con capital de desconocida procedencia, etc.), y no sólo los que hacen parte de los llamados carteles de la droga o “narcotraficantes”. Ganan las potencias mundiales al mantener el control y dominación de los países que ellos mismos incluyen en las “certificaciones” de buena conducta en la llamada “guerra contra las drogas”; obtienen beneficios (políticos) quienes afirman que la violencia contra líderes sociales o comunidades es simplemente obra del narcotráfico, y así sucesivamente. Por ello es difícil que quienes se benefician reconozcan que la tal guerra ha sido un “fracaso”.
En sentido contrario, hace más de 10 años la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia –compuesta por expresidentes y expertos en la materia- se propuso hacer cambiar la actual política sobre drogas, partiendo del reconocimiento de su fracaso y afirmando que “estamos más lejos que nunca del objetivo proclamado de erradicación de las drogas” (en 2009). Y, como si el tiempo se hubiera detenido, hoy la Organización de Naciones Unidas, en su Unidad especializada sobre drogas Unodc resumía así este fracaso en pleno año 2020: “…la fabricación mundial estimada de cocaína volvió a llegar a un máximo sin precedentes y las incautaciones mundiales aumentaron ligeramente hasta alcanzar la mayor cantidad jamás comunicada…”. Para la mencionada Comisión el fracaso proviene de la filosofía que inspira dicha política, o sea, el prohibicionismo, gracias al cual los prejuicios y tabúes impiden un debate público y democrático, se estigmatiza a científicos e investigadores dedicados al tema, se niegan visas y hasta se descertifican países. Sin desconocer la necesidad de combatir a carteles y narcotraficantes, ni promover el consumo, se atribuía a dicha política la creación del mejor negocio nunca antes visto y, por tanto, la consolidación de mafias, del crimen organizado, con capacidad de infiltrar las instituciones vigentes, la actividad política (v.g. la parapolítica) y las fuerzas policiales, de criminalizar los conflictos políticos, etc.: sólo desde esta perspectiva es posible comprender los elevados índices de muerte y corrupción registrados en países como Colombia o México (sin tener como única causa al narcotráfico). En cambio, para los cultores del modelo prohibicionista en Colombia, “toda la violencia se debe al narcotráfico”: el asesinato de los 112 erradicadores voluntarios de cultivos ilícitos, de los 321 líderes sociales (solo en 2020), de los 64 reinsertados y ex firmantes del Acuerdo de Paz (Indepaz), del aumento de las disidencias de las ex Farc, de las 249 masacres, del fortalecimiento del paramilitarismo, etc. Y si esto es así, ¿cómo es posible que afirmen alegremente que la actual guerra contra las drogas es “exitosa”? O será que, parodiando a Foucault, “¿esta guerra se conserva debido a sus fracasos?”.
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