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Lo viven haciendo también ante decisiones de organismos internacionales: por eso les parecen sesgadas investigaciones de la CIDH, del Alto Comisionado de las Naciones Unidas, del Consejo de Seguridad de ésta, de HRW, o recusan a sus integrantes, etc., instancias internacionales que viven reiterando que Colombia está en mora de someterse al orden internacional de los derechos humanos.
Este ambiente de complacencia con la ilegalidad es incentivado también con acusaciones de imparcialidad contra la Corte Suprema o contra la JEP, así como por las desobediencias, retardos, esguinces o maniobras para incumplir órdenes de tutela emblemáticas como las impartidas por dicha Corte al Ministerio de Defensa, por los hechos de los abusos policiales ante las protestas sociales, o aquella dada por un juez de Bogotá al Ministro de Salud para que se exigiera la prueba negativa del Covid para ingresar al país. Para no hablar de las órdenes dadas al Ejecutivo por la Corte Constitucional, ante la declaratoria del “estado de cosas inconstitucional” en las cárceles, en Colpensiones, de los Desplazados, etc. ¿Con qué autoridad exigimos al ciudadano común y corriente que viva en legalidad con este ejemplo de sus dirigentes?
Es en este contexto social y político en donde hay que entender el reciente reclamo de la Corte Constitucional, en el sentido de que el 66% de las órdenes de tutela son desobedecidas, por ejemplo, en un 94% por violación del derecho a la salud por parte de las EPS e IPS, o en un 55% por desconocimiento del mínimo vital por parte de empleadores. No hay problema en la Justicia que no termine con propuestas para reformarla, como, en sentido contrario, no ocurre frente a actos de clientelismo o corrupción en el Ejecutivo o Legislativo. Aunque dichos impulsos de reforma nunca terminan cuestionando el meollo del asunto en la justicia, como es el de la partidocracia en las cúpulas de la jurisdicción constitucional, disciplinaria o electoral, a las cuales nunca se llega por concurso de méritos.
Los incumplimientos a las órdenes judiciales son alimentados por las acusaciones permanentes de encontrarnos ante un “gobierno de los jueces” por parte de los críticos del modelo de protección de derechos que nos trajo la Constitución del 91: jueces y magistrados deben ser en este modelo los “señores del derecho” (Zagrebelzky) en cuanto garantes dúctiles de la coexistencia entre ley, derechos y justicia, convirtiéndose sobre todo en “la voz de los derechos”, en sentido contrario al modelo anterior en el que sólo eran la “boca de la ley”, como quiso la revolución francesa para garantizar que fueran realmente la “boca del poder político”, por esto en el modelo actual “independencia judicial” significa vinculación a principios y derechos constitucionales como cartas de triunfo (Dworkin) sobre presiones ajenas.
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