Cinco días antes de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 1998 se supo de un acuerdo entre el entonces candidato conservador, Andrés Pastrana, quien en ese momento perdía por varios puntos en todas las encuestas, y las Farc, quienes exigían el despeje de cinco municipios para sentarse a negociar la paz, contra la oferta de un solo municipio por parte del presidente Ernesto Samper. En un acto de política conveniencia Pastrana aceptó con intermediación de su asesor, Víctor G. Ricardo, todas las condiciones del secretariado de las Farc y a cambio de un despeje de 42 mil kilómetros cuadrados recibió el espaldarazo de Tirofijo, que a la postre lo hizo presidente. Dieciocho años y millones de víctimas han pasado desde esa foto famosa con el Mono Jojoy y Tirofijo, que hacía a Pastrana el dueño de la paz.
Los tres años siguientes el país vivió una costosa parodia entre su gobierno y las Farc que no produjo sino crimen, tristezas y el fortalecimiento del grupo armado, pese a que antes de cumplir el primer año, sin verificación internacional y sin que las Farc cumplieran mínimos compromisos, se sabía que eso no iba para ninguna parte.
Puede que cinco municipios olvidados y un remedo de proceso de paz, que no produjo alguna negociación cierta, sean un negocio insignificante para la ambición de un político que desea ser presidente, pero para el país fue un costoso ejercicio del que aún no se recupera, pues el fracaso de esa pantomima es parte de lo que hoy hace dudar a millones de colombiano ante los acuerdos de La Habana.
Esa negociación fallida hizo que el país eligiera dos veces presidente a Álvaro Uribe, apóstol incansable de la guerra a las Farc, y una a su exministro de defensa, que parecía que iba a ser el continuador de esa guerra a muerte que llamaron Seguridad Democrática. Aún hoy ese espectáculo político de circo llamado Cagúan tiene en vilo los cuatro años de las negociaciones más serias y comprometidas que han tenido Gobierno y Farc en toda su historia. Porque a los colombianos no les está importando el acompañamiento del presidente Obama, ni de Ban Ki-moon, el secretario de la ONU, ni el respaldo del Papa, ni el aval de nadie. Ni siquiera el real desescalamiento del conflicto con su enorme reducción de muertos tras un año de alto al fuego. Los colombianos simplemente no creen en las Farc desde que fracasó la tentativa de paz que hizo presidente a Pastrana, ni quieren darles un kilómetro despejado para el nuevo proceso.
Ahora el expresidente Pastrana, ese hombre que nos metió en tantos problemas por cambiar 42 mil kilómetros cuadrados por apoyo político y una foto cursi, tras varios años apoyando las actuales negociaciones, se lanzó contra los acuerdos y contra el plebiscito en un comunicado escrito desde Mozambique, uniéndose a su colega y archirrival Álvaro Uribe, quien, a su vez, desde Roma rechazó la invitación a ser parte activa de los acuerdos de paz de La Habana.
Seguramente, ambos colegas desearon siempre ser los dueños de la paz en Colombia, bien sea por su buena voluntad o por su buena comandancia militar, pero no lo fueron. Y para su beneplácito, con los esfuerzos que están haciendo seguramente Santos tampoco lo va a conseguir. Si ellos no pudieron, ¡que nadie lo logre, carajo!
Sin embargo, somos muchos también los que deseamos que pese a los Pastrana y a los Uribe, pese a los Tirofijo y los caguanes, algún presidente colombiano pueda un día escribir un comunicado, no desde Mozambique ni desde Roma, sino desde Planadas, desde Cartagena del Chairá o desde el Cañón de Las Hermosas, contándonos que las Farc no existen como guerrilla y que una paz sin dueños ha sido posible.
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