Resulta paradójico que en Colombia cada vez que se descubre un gran hecho de corrupción, la respuesta del Estado sea expedir un “Estatuto Anticorrupción” ó crear medidas para combatir la corrupción, que muy poco aportan a la erradicación completa de este fenómeno, es por ello que no hay mayor conciencia del incumplimiento de una obligación que el tenerlo escrito en una norma jurídica.
La razón es la siguiente: el corrupto es un ser racional –hay excepciones, claro está-, pero en esa racionalidad, a pesar de lo que muchos de nosotros podemos creer, la decisión de cometer o no un delito estará precedida de un análisis costo-beneficio, en el cual, si el costo derivado de cometerlo (sanción) es menor que el beneficio reportado con él (utilidad-ganancia), la decisión racional será la de cometer el ilícito.
Lo anterior nos lleva a una primera conclusión obvia y es la necesidad de que los niveles de sanción sean óptimos, bajo el entendido que una sanción así determinada debe incluir no solo el beneficio reportado con el delito, sino también el costo que implica imponer la sanción, dicho de otra forma, muy poco contribuye a combatir la corrupción el hecho de tener sanciones altas pero organismos encargados de aplicarlas deficientes en la realización de su labor, mejor aún, resulta más eficiente que la sanción sea baja pero certera en la aplicación. Aquí hay una tarea pendiente de fortalecer los órganos de control.
Pero hoy día creemos más en la posibilidad de acabar con lo que Neil Walker llama el “fetichismo constitucional”, en cuanto consideramos a la Constitución –y la Ley- como el gran transformador de la realidad, siendo todo lo contrario, “en cuanto se normativizan todas las relaciones, sean ellas sociales, económicas o políticas, se impide la creación de otros mecanismos que pueden lograr aproximarse hacia el cambio social”.
Y el cambio social lo vivimos hoy día a través del control social o reputacional como sustituto de los procesos tradicionales de sanción con mayor potencialidad de lograr, o bien disuadir un comportamiento, o bien ponerlo en la órbita del órgano de control para aplicarle la sanción correspondiente, eso sí, con responsabilidad y sujeción irrestricta a la Ley como lo ordena el Estado Social de Derecho que nos ampara.
Por ende estamos todos llamados a una integración entre la sociedad y los órganos de control, la primera que le provee información a la segunda, lo que ayuda a aumentar la posibilidad de castigo a quien decide violar la ley, pero la segunda –el órgano de control- está obligada no solo a reaccionar sino también a ser efectiva en el control, so pena de tener que esperar que sean los mismos ciudadanos quienes, a través de otros mecanismos, legales eso sí, ejerzan la función que a veces se olvida. Advertidos estamos todos, o nos ponemos en sintonía con las necesidades sociales o “condenados” estamos al control reputacional.
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