La parresia es un término griego que significa «libertad para decirlo todo». Se trataba de un ejercicio autónomo y personal, profundamente libre. A la persona que la ejercía la llamaban parresiatés, palabreja que suena horrorosa, pero que tiene un significado inmenso y bello, se lo decían a quien tenía un compromiso superior con la verdad y lo honraba con franqueza, apartado de toda adulación, falsedad o interés personal. Consistía en decir verdades sin importar el riesgo que pudiera correr o el costo que tuviera que pagarse y hacerlo con una voluntad casi suicida.
La parresia es el fundamento ético del periodismo. Digo mal, no es, debería serlo. No lo es porque vivimos en una época en la que se impone la racionalidad económica sobre todas las cosas. La doctrina que guía el universo de las actividades humanas manda que sean económicamente rentables, o al menos, auto sostenibles, que es una forma eufemística de llamarlas. Lo que no produzca utilidades tiene que cerrarse. Esta es una de las perversiones de los tiempos modernos, que más temprano que tarde terminará, por malsana. Al fin y al cabo, es una sentencia sólo válida para lo que es un negocio, es decir, para las cosas que se hacen con ánimo de lucro. Tal es la relajación de este capitalismo fundamentalista que hay parejas que ya no quieren tener hijos, pues piensan que sólo generan gastos y compromisos. En otras palabras, no es negocio.
Vuelvo al periodismo. Este nació no como un negocio, pero cada vez se ha vuelto eso, un negocio, a tal punto que se han apoderado de él no personas críticas e interesadas en la difusión de un ideario político, como ocurrió durante muchos años, sino los conglomerados económicos que han encontrado en los medios de comunicación la forma de proteger sus intereses y de acrecentar sus arcas, así que han hecho de ellos actividades altamente lucrativas.
Hago este introductorio porque me entero del retiro de Antonio Melo, el gerente director de este diario, y siento que tengo el deber de testimoniar sobre algo de lo que he sido espectador accidental. Me refiero a lo hecho por EL NUEVO DÍA durante sus casi dos décadas de existencia y bajo su dirección; creo que muy pocos medios en Colombia han asumido con tanto rigor y entrega un compromiso con la verdad. Han sido 20 años de ejercicio de periodismo puro y duro, sin un designio diferente al de proteger los intereses públicos regionales y locales. Durante este tiempo, EL NUEVO DÍA de Melo ha sido un absoluto incordio para el poder político regional y para organizaciones delictivas que veían en el Tolima su coto privado de caza. Desde luego que también hay que aplaudir y felicitar a quienes han secundado esa tarea. A la planta de periodistas y trabajadores, en primer término, pues me temo que en más de una ocasión han pasado dificultades económicas o sociales por el honor de laborar para este rotativo. Igualmente, hay que agradecer y honrar a sus propietarios, quienes han apoyado a Melo, pese a las vicisitudes económicas que esta empresa periodística se ha visto abocada en razón a su línea editorial.
¿Se ha cometido errores durante estos años? seguro que sí. Quién no. Pero estoy convencido de que han sido más los aciertos y los logros. Para hacer lo que se ha hecho en estas décadas se requiere de carácter, honradez y un sentido del compromiso casi patológico. Dudo que alguien hubiera podido hacerlo mejor. Personalmente me congratulo por la ocasión de tener una tribuna democrática como ésta, en la que hemos disfrutado de libertad para decirlo todo. Antonio Melo y su equipo han sido unos verdaderos parresiatés, en el más estricto sentido de la palabra.
Me entero del retiro de Antonio Melo, el gerente director de este diario, y siento que tengo el deber de testimoniar sobre algo de lo que he sido espectador accidental.
Credito
GUILLERMO PÉREZ FLÓREZ
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