Los delitos de injuria y calumnia, también conocidos como difamación, son materia de criminalización o despenalización por parte de los Estados, de acuerdo al grado de tolerancia democrática que los ejes de poder y cada sociedad tenga respecto a la libertad de información, expresión u opinión. A pesar de las reiteradas recomendaciones y sentencias de órganos internacionales de derechos humanos, es común encontrar que una gran mayoría de Estados mantienen en sus legislaciones la calificación de estas conductas como tipos penales.
En América, la Comisión y la Corte Interamericana de Derechos Humanos han sido y son reiterativas en recomendar a los Estados que hacen parte del sistema, limitar al mínimo o dejar de reprimir punitivamente este derecho esencial del ser humano y la sociedad (Informe Cidh sobre Libertad de expresión, 2008; Tristhian Donoso v.s. Panamá 27 de enero de 2009).
En Colombia, si bien es cierto se ha hecho caso omiso a las directrices de estos dos organismos internacionales que recomiendan su despenalización, se logra avanzar en una interpretación jurisprudencial tanto de la Corte Constitucional como de la Corte Suprema de Justicia, flexible y acorde a sus recomendaciones cuando los sujetos pasivos del delito (víctimas) son servidores públicos o actores políticos y dura y de castigo cuando la ofensa al honor o el buen nombre está dirigida contra personas que no tienen tal calidad (Corte Constitucional sentencia C – 417 de 2009).
El argumento esencial – tanto de la Comisión y la Corte Interamericana como de los órganos de Justicia nacional – es que “en una sociedad que se precie de democrática el papel esencial del periodismo y los medios de comunicación es ejercer el control social, necesario para evitar el abuso de poder de los gobernantes”. (Sentencias citadas). En palabras de estos dos órganos internacionales, el actor político, dada su calidad de sujeto público, debe estar sometido al escrutinio rígido e inquisitivo de la sociedad y los medios de comunicación, como garantía de transparencia y claridad en su ejercicio democrático.
Además, éstos, como actores públicos, tienen toda la disposición y facilidad mediática para desvirtuar, controvertir o aclarar las imputaciones que desde los informes periodísticos o columnas de opinión se les hagan, dado su poder ante esa misma sociedad. Estas consideraciones, merecen ser destacadas, ahora que en el Tolima hace carrera la instrumentalización de la Justicia por parte de los actores públicos y de poder económico, para acallar e intimidar a periodistas y medios de comunicación.
Y es que, una fortísima rama de la judicatura, soporta y legitima su labor inquisitiva contra la libertad de información y expresión, en una tendencia teórica de la jurisprudencia constitucional y penal, que considera que la única manera de desvirtuar los cargos formulados por los delitos de injuria y calumnia es mediante la demostración de la “prueba de la verdad”, también conocida con el extranjerismo de “exceptio veritatis”.
Prueba de la verdad, que riñe con el derecho a conservar la reserva de la fuente, en el caso de los informes periodísticos, y la libertad de expresión y pensamiento en el caso de las columnas de opinión. Amén, de las nefastas consecuencias que el acoso judicial ocasiona en el periodista y su entorno profesional, familiar y social.
De ahí, que mientras nuestro órgano legislativo accede algún día a la despenalización de estos delitos o los jueces y tribunales comprenden la necesidad de contar con una prensa libre y responsable, debamos siempre soportar muy bien cada una de las frases y palabras que dirijamos a nuestros lectores.
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