Nada más indignante para una sociedad que sus gobernantes la crean estúpida. Que los deshonestos luzcan como excelentes ciudadanos, preocupados por el futuro de la comunidad, y sólo sean maquinadores en la sombra de redes que tejen con habilidad de relojeros para su propio beneficio.
Y eso es lo que está sucediendo en el mundo. Por eso la indignación crece y se propaga. Los reyezuelos de turno y los dictadorzuelos de vestidos de marca y sonrisa aprendida de memoria, de cartuchera y carriel, han olvidado que ellos también son vulnerables, que su cinismo tiene un límite en el corazón de los humildes, que la ignorancia también se acaba en el sentido común, y cuando menos lo piensen la respuesta puede llegar a ser apocalíptica.
En nuestro país (¿existe el país o es apenas una ilusión de quienes vivimos en un Estado sometido?) ya es indignante y vergonzosa tanta conducta torcida que se descubre día a día y enloda las instituciones que fueran ejemplo para la ciudadanía (sospechamos que lo que no se destapa y se vuelve espectáculo en los medios es mucho más vergonzoso e indignante)
¿Acaso no es rico nuestro país si lo han saqueado tantas veces —militares, curas, gobernantes, contratistas— y aún permanece erguido? ¿Acaso no es rico un país que sostiene a unos cuantos terratenientes y millonarios con el esfuerzo, el sacrificio y el trabajo de las mayorías?
Por eso es necesario empezarlo de nuevo, revolcarlo en sus cimientos (comenzando por la educación, primero que todo, porque sin ella no hay futuro posible), castigar a tanto culpable con cara de inocente y tanta impunidad de cuello blanco, creando la verdadera justicia, una justicia limpia de tanto corrupto que ha puesto al servicio del hampa la dignidad y la inteligencia de los colombianos.
A estas alturas de nuestra historia no se salva de la guillotina, y mucho menos de nuestra indignación justiciera, ninguna institución que represente cualquiera de las actividades humanas que en el mundo han sido, ni siquiera Dios, que ya uno no sabe si en verdad existe o es una maquinaria económica de incalculable depravación, anclada en miles de sectas o “iglesias” redentoras —cuenta Antonio Caballero, en su columna en la revista “Semana” de estos días, que el papa León X decía “desde tiempos inmemoriales se ha sabido cuán provechosa nos ha resultado la fábula esta de Jesucristo”—.
Hay que pensarlo de nuevo. Y, quizá, soñarlo de nuevo, con lo poco que nos quede del desastre al que nos conducen nuestros dirigentes, como esas naves sin rumbo conocido que pueblan de fantasmas el universo de la literatura.
Otra oportunidad, por favor, para nosotros los comunes y corrientes, antes de que nuestra indignación arrase con todo lo vivido.
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