Mi relación con Simón de la Pava Salazar fue fugaz. No más de 10 años. Pero ese corto tiempo me bastó para tener el privilegio de gozar de su intelecto, de su visión de mundo, leer sus trabajos testimoniales y literarios y dolerme ahora de su ausencia.
Quizás no conversé con él lo suficiente. Y estábamos tan cerca.
Sólo una vez tuve la oportunidad de estar en su casa de La Pola, en Ibagué, en una tertulia sobre historia y literatura, que resultó aleccionadora.
El Gran Simón, como lo nombré en alguna vez, fue un abogado íntegro, preocupado por desentrañar la madeja de la historia, por descubrir la filosofía de la vida y aclarar el comportamiento humano en comunidad, esa sociedad que tanto le dolió y nos duele ahora, siempre rezagada del amor, lejana del afecto, contraria a la ternura.
Sus libros, a los que me asomé de su mano a través de su lectura y de las conversaciones que tuvimos en la Biblioteca o en la Academia de Historia, me enseñaron muchas cosas y, no lo sé aún, tal vez comencé con ellos a ser mejor persona. También aprendí a pensar más con sus análisis pausados y sus largas disertaciones, a través de las cuales solía recorrer el desarrollo de las ideas y la necesidad del humanismo para derrotar la barbarie a la que han regresado los hombres como si añoraran la edad primitiva de la humanidad.
Sus disertaciones me enseñaron la profundidad de su intelecto, en el que cabía la esperanza de mejores tiempos, el análisis certero de la realidad por la que atravesó y por la que atravesamos nosotros, básicamente los mismos sueños desbaratados por el salvajismo cada vez más creciente, por la desigualdad que él combatió desde el humanismo, y por la necesidad de una auténtica democracia.
Cuánta falta nos hace Simón en estos tiempos aciagos. Tal vez nos olvidamos de su sabiduría, tal vez se nos pasó el poder indudable de su ayuda y sólo ahora que no está sentimos que nos hubiera dado mayores frutos sus consejos para enfrentar la tristeza de esta patria herida, sonámbula, como sin norte definido.
Gran Simón. Tu ejemplo de rebelde acompaña también nuestra utopía.
Recuerdo sus dos libros testimoniales, que oscilan entre la disertación académica, el recuerdo amoroso de sus campiñas natales y los rasgos de una novela tan cercana a la vida que me parece totalizan una época de esta región que él amó y defendió contra todas las desgracias.
“Este es mi testimonio” y “Los patriarcas del campo” son libros testigos de un tiempo que se nos va de las manos pero queda para la eternidad en sus páginas.
Que en paz descanses, Simón.
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