Una generosidad no tan común

Benhur Sánchez Suárez

El calor me ha puesto pesimista. Es inverosímil que soportemos 37 grados centígrados en un territorio que siempre ha oscilado entre los 18 y 20 grados, clima de la tranquilidad y de los sueños.

Quizás el ambiente bochornoso me haya tornado melancólico y para meterle motor a mis emociones he comenzado por repasar recuerdos. Por ejemplo, se me vino a la mente la primera vez que estuve en el viejo continente.

Volé a Madrid para realizar un trabajo de coedición entre Editorial Anaya de España y Educar Editores de Colombia, donde trabajaba por esos años.

Viajamos con Jairo Camacho, dueño de Educar, quien se dirigiría a la feria del libro de Frankfurt días después, pero primero debía presentarme en la editorial española y acordar otros negocios con ellos.

A partir de esos momentos mi propósito, fuera de mi compromiso editorial por supuesto, fue buscar la manera de cumplir mi sueño de conocer París, adonde iría tan pronto terminara mi pasantía en España. Tenía derecho a otro destino en Europa después de Madrid y mi decisión no tenía discusión.

Me parecía curioso que los españoles por esos años no se consideraran europeos y cada vez que les comentaba mi emoción por conocer la Ciudad Luz, ellos me felicitaban por viajar a Europa porque ellos no lo podían hacer tan fácilmente. Era la década de los años ochenta del pasado siglo y España no pertenecía a la Comunidad Económica Europea.

¿Fácil? Para poder viajar empecé a ahorrar al máximo mis viáticos, por ejemplo comía bien económico, iba a pie a la Editorial, algunos veces dejaba de almorzar, todo para reunir una suma cercana a los doscientos dólares que, calculaba, me serviría para lograr mi sueño de una semana en la ciudad de Víctor Hugo, Notre Dame, la tour Eiffel, el Louvre, el Moulin Rouge, los Champ Elysee…

De paso conocí Madrid bastante bien porque caminé sus avenidas, sus recovecos y sus calles.

El día en que Jairo salía para Alemania, me pidió que lo acompañara al aeropuerto para que, de paso, le informara los avances de mi trabajo y le adelantara mi opinión sobre el futuro de la coedición.

Almorzamos en Barajas y mientras yo me alegraba por el ahorro del dinero del almuerzo, él sacó la billetera, extrajo doscientos dólares y me los entregó.

¿Para que te goces París? me dijo y soltó su carcajada acostumbrada, con la que rompió mi asombro y alegró mi corazón.

Ahora pienso que la felicidad tiene el rostro de esos momentos de la primavera, cuando el sacrificio de casi un mes voló a segundo plano y mi sueño de disfrutar la ciudad que conocí leyendo a Dumas se completó con su generosidad.

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