Cuando hablamos de los grandes maestros de la pintura nos referimos a aquellos que han transformado el pensar y el sentir de la sociedad donde se han desarrollado. Dicho de otra manera, han renovado el espíritu de su época y han prolongado en el tiempo la impronta de su obra. Vienen a la memoria pintores como Leonardo Da Vinci, Rembrandt, Goya, Picasso, Renoir, Van Gogh, Pollock, entre otros.
Sucede que hoy en día ya no existe sólo el concepto de pintor, sino que se impone de manera más global el de artista, el de creador, que a partir de la imagen busca esa transformación en la sociedad que le ha tocado en suerte. O, por lo menos, dejar la herencia de su concepción del mundo.
Es igualmente artista quien pinta como el que fotografía o instala, quien actúa como el que graba, y son igualmente respetables los géneros que escoja cada uno para dejar testimonio de su tiempo. Además, una era de especialización como la actual hace pensar en que un humanista de las características de Leonardo da Vinci ya no es posible -no pasaría de “todero”- pues se impone el ejecutor hasta la perfección de una sola disciplina. Y todos los ejecutores tienen cabida en un solo nombre: artista.
Esta realidad nos cobija a todos. Por eso es indispensable reconocer que nuestra historia del arte es rica y aleccionadora. El artista ha asumido los diversos movimientos del arte universal con la dignidad de quien se sabe parte de la región pero también del mundo.
Y ha viajado para formarse y ha roto con su nomadismo el encierro de la provincia. Ha actuado siempre con mente abierta. Con tesón y disciplina. Y con talento.
Desde Gaspar de Figueroa, en la Colonia, Lucas Torrijos en el siglo XIX, Carlos Granada en el XX, hasta Darío Ortiz en la actualidad, hay una historia llena de matices y de contradicciones, de tragedias y fracasos, pero también de éxitos que refuerzan en el imaginario popular la idea de un pueblo que sale adelante por encima de toda circunstancia.
El paisaje, tanto exterior como interior, los seres humanos como protagonistas, sus comportamiento, su ideología y su historia, han quedado registrados en la obra de nuestros artistas.
Tanto la herencia de Ricardo Borrero Álvarez, Julio Fajardo y Darío Jiménez, de Jorge Elías Triana y Fernando Devis, como la florescencia de Carlos Granada y Mariana Varela, de Germán Botero y Darío Ortiz, Carlos Salas y Wilson Díaz nos confirman el vigor y la permanencia del arte en la región.
Cada vez es más imperioso que registremos en nuestro espíritu su desarrollo. Que lo discutamos. Que no permitamos que el tiempo se ensañe en nosotros con su letal respuesta de olvido.
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