La crisis desatada por la forma como Estados Unidos deportó a 120 compatriotas puso en evidencia la incondicionalidad en que está incurriendo el petrismo respecto de las decisiones de su líder, pero también el error de quienes creen que es de trogloditas hablar de imperialismo y soberanía nacional.
Aunque las cosas para nuestro gobierno no salieron como hubiera sido deseable, resulta indignante la forma cómo la derecha está celebrando el desenlace a que dio lugar la digna actitud de Gustavo Petro ante el trato de criminales que se les está dando a los colombianos víctimas de deportación.
Guillermo Pérez Flórez, a través de la edición de El Nuevo Día del pasado 19 de enero, se refirió al discurso en el que Joe Biden señaló que “se está configurando en Estados Unidos una oligarquía de extrema riqueza, poder e influencia que amenaza literalmente toda nuestra democracia, nuestros derechos y libertades básicas”.
Si quisiéramos saber cuánto pierde nuestro pueblo por no contar en el Congreso con una representación suficiente para sacar adelante las iniciativas del gobierno, bastaría con examinar una de tales iniciativas, la de mayor relevancia popular entre las aprobadas, la de pensiones.
Lo que hoy sucede con Nicolás Maduro guarda grandes semejanzas con lo acontecido durante los gobiernos de Jacobo Arbenz, Joao Goulart, Juan Bosch, Salvador Allende, Maurice Bishop, Manuel Zelaya y Dilma Rousseff, entre otros.
Esto se terminó: con tan contundente sentencia, pronunciada ante una audiencia que no hubiera alcanzado para llenar la mitad del parque Murillo Toro, María Corina Machado notificó a sus seguidores, en plena víspera de la posesión de Nicolás Maduro, que el tiempo de este mandatario había terminado, pues ella suponía que al día siguiente llegaría el menguado Edmundo González Urrutia a ponerlo patitas afuera del Palacio de Miraflores.