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Las bombas de racimo que Estados Unidos enviará a Ucrania han estado durante décadas en el punto de mira de organizaciones promotoras de los derechos humanos y defensores del control de armas, que consideran que deberían ser ilegales porque no distinguen entre civiles y combatientes.
Se utilizaron por primera vez en la Segunda Guerra Mundial. Fueron diseñadas para destruir múltiples objetivos militares dispersos, como formaciones de tanques o infantería, y causar la muerte o lesiones a los combatientes.
En concreto, consisten en un contenedor que se abre en el aire y dispersa una gran cantidad de submuniciones explosivas o “bombetas” sobre un área amplia, que puede llegar a ser de un radio de entre 200 y 400 metros.
Algunos modelos pueden liberar más de 600 submuniciones que están diseñadas para estallar al impactar contra el suelo, aunque algunas no detonan y se quedan enterradas.
Esas “bombetas” que se quedan en el suelo pueden suponer un peligro para la población civil que es comparable a las minas terrestres, ya que pueden estallar años después cuando un civil pasa por el área, provocando su muerte o serias heridas, según el Comité Internacional de la Cruz Roja.
Human Rights Watch (HRW) asegura que tanto Rusia como Ucrania han utilizado ese tipo de armamento en la guerra en Ucrania. Uno de los incidentes que la organización ha investigado es el ocurrido en abril de 2022, cuando un misil balístico ruso equipado con una ojiva de municiones de racimo estalló sobre la abarrotada estación de ferrocarril de Kramatorsk, en el este de Ucrania, provocando la muerte de al menos 58 civiles.
Las fuerzas ucranianas, según un informe de marzo de Naciones Unidas, también usaron bombas de racimo en 2022 en la ciudad de Izium, en el este de Ucrania.
Su naturaleza indiscriminada y sus riesgos para los civiles han provocado un amplio rechazo de la comunidad internacional a su uso. Hasta ahora, 123 países han ratificado o al menos firmado la Convención que las prohíbe, entre ellos varios miembros de la OTAN.
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