Adiós a la ‘doctoritis’ crónica

Alba Lucía García Suárez

Vivimos atrapados en la “doctoritis”, esa costumbre profundamente arraigada de llamar “doctor” o “doctora” a cualquiera que parezca merecer un trato especial, sin importar si tiene o no un título que lo respalde.
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Lo escuchamos en oficinas, restaurantes, reuniones y hasta en el mercado. Parece que para algunos es una expresión para mostrar respeto, dar reconocimiento; y así lo que parece una cortesía inofensiva es, en realidad, un reflejo de las jerarquías sociales y de poder que tanto daño nos han hecho como sociedad.

La “doctoritis” es una enfermedad cultural que invisibiliza el valor de las personas en otras ocupaciones y profesiones esenciales. Es un reflejo de la distancia que aún sentimos nos separa entre nosotros mismos. Esta práctica no solo refuerza las desigualdades, sino que banaliza el esfuerzo académico, al diluir el verdadero significado de los títulos.

Ser doctor no es poca cosa. Es el fruto de años de estudio, esfuerzo y dedicación. Cada doctorado representa un aporte al conocimiento y una oportunidad para que quienes lo obtienen lideren cambios en sus campos. Sin embargo, en mi tierra llamamos “doctor” a todo el mundo: al jefe, al político, al comerciante exitoso. A veces lo hacemos por respeto, pero otras veces por costumbre, porque sentimos que debemos hacerlo para que nos escuchen o nos tomen en serio. Y ahí está el error. Cuando todos son “doctores”, el título pierde su significado. 

Nos hace pensar que el respeto se basa en un título y no en las acciones o el valor de las personas. Es una práctica que perpetúa jerarquías innecesarias, sobre todo en lugares como la política, donde lo que deberíamos exigir son resultados, no títulos. Llamar doctor a alguien no debería ser una estrategia para abrir puertas o ganar favores, sino un reconocimiento genuino a quienes lo han ganado con su esfuerzo.

Llamar “doctor” indiscriminadamente es perpetuar una cultura de servilismo y dependencia. En lugar de seguir perpetuando la doctoritis, debemos construir relaciones donde respetemos y valoremos a las personas por lo que son y hacen, no por cómo las llamamos. 

Aplaudamos a los doctores, sí, pero también a los maestros, campesinos, enfermeros, trabajadores y líderes comunitarios que con su labor diaria construyen país. Llamemos a la personas por sus nombres, incluso si queremos mostrar respeto podemos hacer a través de expresiones como señor, señor, don o doña, aunque algo antiguos siguen vigentes. 

En un país como Colombia, necesitamos menos “doctoritis” y más respeto real, por lo que es necesario apostarle a un trato más humano, más cercano, y, sobre todo, más igualitario. Es momento de abandonar el lenguaje de las jerarquías, comencemos a reconocernos como ciudadanos, como iguales. Este pequeño cambio, aunque simbólico, puede abrir las puertas a una transformación cultural más profunda.

 

Alba Lucía García

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