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Tendría que comenzar por decir que no hay nada especialmente novedoso en el planteamiento del gobierno Petro. Todos sus antecesores hicieron esfuerzos por conseguir la paz.
Hace ya 34 años, el noticiero de las siete presentado por Pilar Castaño, que tuvo los más altos índices de sintonía gracias al genial comunicador Juan Guillermo Ríos, abrió con el anuncio del gobierno Barco de su propuesta de paz total, y la reacción de los actores políticos de entonces, algunos de los cuales aún hoy están activos.
Tampoco es nuevo lo que ahora se llama la “justicia premial”. Incluso antes de la imposición precipitada del sistema acusatorio, la justicia penal ordinaria contemplaba instituciones que “premiaban” el arrepentimiento, la confesión o la colaboración con la justicia. Por ejemplo, en los delitos contra el patrimonio, se reducía sustancialmente la pena si el procesado indemnizaba a la víctima; lo mismo pasaba desde entonces con el peculado, si el autor devolvía la plata; hasta se terminaba el proceso por estupro si el sindicado se casaba con la mujer víctima.
Y con el sistema acusatorio entró en su furor el principio de oportunidad, eficaz en algunos casos para avanzar en desvertebrar organizaciones criminales, pero que ha sido utilizado a veces por los jefes para delatar eslabones menores y conseguir su impunidad. En el fondo en todas estas propuestas subyace la idea de que si el Estado no logra investigar, capturar y procesar los delincuentes es mejor negociar con ellos.
En cuanto a los delitos puramente políticos la sociedad colombiana siempre ha admitido que los conflictos se acaban negociando cuando la vía militar fracasa. Como decía Echandía, “es mejor para los pueblos entenderse echando lengua que echando plomo”.
En el curso de nuestra historia republicana hemos tenido 34 leyes de indulto, de las cuales han sido beneficiarios, básicamente, presidentes como Santander, Mosquera, Melo y Petro; guerrilleros como los liberales en la violencia liberal - conservadora o integrantes de las Farc, el Eln, el Epl, el Prt, el Quintín Lame, y desde luego, el M-19. Por esa razón, nadie entendería que después de tantas amnistías y perdones subsistan situaciones de conflicto armado.
La guerra de los mil días se resolvió con leyes de amnistía; la de la ‘violencia’ también. El 30 de septiembre de 1953, los guerrilleros liberales del sur del Tolima pusieron al gobierno de Rojas como condición para desmovilizarse amnistía e indulto para todos los presos y perseguidos políticos.
Turbay Ayala hizo aprobar la ley 37 de 1981 para amnistiar al M-19. Lleras Restrepo dio amnistía a quienes habían cometido delitos en la Universidad Nacional. Pastrana Borrero hizo lo mismo en 1971 para los trabajadores de la USO por la ocupación de la refinería seguida de la toma de rehenes y desde luego, se ha negociado con narcotraficantes.
Basta recordar cómo el gobierno en 1990 iba cambiando los decretos de “sometimiento” a medida que Guido Parra Montoya, abogado de los narcos, hacía sugerencias de modificaciones para suspender la extradición a cambio de liberar a los rehenes y poner fin al narcoterrorismo.
Faltan muchas cosas por precisar en la discusión parlamentaria. ¿Vamos a mezclar delincuentes políticos armados con narcotraficantes? ¿Entre más daño haga un criminal a la sociedad, más probabilidades tiene de tratamiento benigno? ¿Hasta cuándo seguiremos cediendo en la aplicación estricta de la ley y de la justicia en aras de la paz? ¿Qué mensaje nos quedará después?
¿Tenemos que hacer concesiones porque no podemos controlar plenamente el territorio para imponer el cumplimiento de la ley? Y para ello ¿no son suficientes los más de medio millón de integrantes de la fuerza pública, ni el aparato judicial integrado por magistrados, jueces, fiscales, investigadores, policía judicial, procuradores y defensores?
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