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Sin embargo, en nuestro sistema jurídico ninguna de esas atribuciones las puede cumplir el jefe del Estado sin la colaboración del Congreso y del poder judicial. Es el parlamento el que dicta las normas para combatir el delito en todas sus modalidades; y los jueces y fiscales son los únicos a quienes compete aplicar la ley penal. El Ejecutivo no puede interferir en esas decisiones autónomas.
En febrero de 1980, cuando el M-19 se tomó la embajada de República Dominicana en Bogotá, teniendo como rehenes a integrantes del cuerpo diplomático encabezados por el nuncio apostólico y el embajador de los EE. UU., le exigió al presidente Turbay liberar a todos sus militantes presos por delitos políticos. Turbay manejó con maestría la situación, evitando una catástrofe como la del holocausto del Palacio de Justicia. En los diálogos epistolares que inició con la guerrillera Carmenza Cardona, conocida como ‘La Chiqui’, le decía textualmente: “Usted comprenderá señorita que no puedo como presidente desconocer las decisiones de los jueces ...”. Y no soltó ni un preso.
La Constitución también es muy clara en los mecanismos aceptados para restablecer el orden público por la vía de la negociación: se pueden conceder amnistías o indultos a procesados o condenados, pero sólo por delitos políticos. La posibilidad de excarcelar o cancelar órdenes de captura estuvo siempre asociada desde la ley 418 de 1997, a que esas personas podían facilitar las negociaciones con los grupos políticos armados a los cuales pertenecían.
El Congreso no puede, por ejemplo, conceder amnistías o indultos por delitos comunes. El presidente puede indultar, pero conforme a lo dispuesto por la ley que regule su ejercicio, la que a su vez debe acatar la norma constitucional.
Desde luego, los jueces y fiscales no pueden ser simples notarios en el marco de unas negociaciones de paz que dirija el presidente. Recordemos que Virgilio Barco, con leyes de amnistía e indulto, en 1990, logró un proceso de paz exitoso con el M-19. Todos los jefes e integrantes de esa agrupación insurgente quedaron en libertad. Y sin embargo, en 1992 una juez de orden público, con razones jurídicas de peso, desconoció la amnistía por considerar que se violó la Constitución, al cobijar con ella a autores de un acto terrorista. Para salvar el proceso fue preciso expedir a la carrera otra ley.
Cuando en el Gobierno Uribe se quiso expedir inicialmente una ley amplia –que en el fondo era amnistía disfrazada– el poder judicial se opuso: tanto la Corte Constitucional como la Suprema argumentaron que los grupos paramilitares estaban integrados por delincuentes comunes, en algunos casos ya asociados al narcotráfico. Y la llamada “Ley de Justicia y Paz” se convirtió en una considerable rebaja de penas para crímenes atroces. No se les reconoció status político.
Dentro de ese marco constitucional, para facilitar negociaciones de paz el fiscal General puede suspender órdenes de captura para integrantes o voceros. El fiscal Francisco Barbosa y su vicefiscal Marta Yaneth Mancera tienen toda la razón en negarse a suspender tales órdenes contra miembros de organizaciones criminales sin ninguna connotación política.
Ni el ‘Clan del golfo’, ni las ‘autodefensas de la Sierra Nevada’… que no son nada distinto a los herederos del terrible jefe paramilitar Hernán Giraldo, pueden ser considerados como delincuentes políticos. Para ‘someterse’ no necesitan voceros. Hasta la legislación ordinaria de entrada les rebaja el cincuenta por ciento de la pena con la sola entrega.
El país no puede tragarse el sapo de admitir que los narcotraficantes son actores políticos. Es cierto que la estrategia contra las drogas ha fracasado. Pero la solución no puede pasar por lavarles la cara a los mercaderes de la muerte. Ya sabemos lo que pasó con el ‘sometimiento’ de Pablo Escobar.
El documento de la Fiscalía es una sólida defensa del Estado de Derecho, que no supone oposición a la búsqueda de la paz.
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