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La gran reforma de 1910, aparte del tema político, reguló de buena manera el funcionamiento de la justicia; la de 1945, al final del gobierno de López Pumarejo e impulsada por Lleras Camargo, se justificó en buena parte en la necesidad de modernizar la justicia; la del plebiscito de 1957, logró “despolitizar” la administración de justicia (lo que se reversaría en el 91). En el 45, se “creó” la carrera judicial; el gobierno de Valencia descentralizó la administración de justicia creando varios “tribunalitos”.
La gran reforma fundamentalmente política de Carlos Lleras en 1968 creó la Sala Constitucional de la Corte y trató de poner limites a la abusiva institución del Estado de Sitio; López Michelsen logró que el Congreso le aprobará una constituyente (que en 1978 tumbó la corte), con el exclusivo fin de cambiar los títulos sobre régimen departamental y municipal, y la administración de justicia, incluido el Ministerio Público; la reforma del 79 de Turbay cambió la Constitución del 86 en aspectos políticos y judiciales como la creación de la súper corte para investigar de verdad a los magistrados de las altas cortes; y la del 91, -sin mucho éxito por lo que vemos ahora- cambió el sistema de elección y juzgamiento de magistrados, creó la Corte Constitucional -indudable acierto-, la Fiscalía General de Nación, la Defensoría del Pueblo, el Consejo Superior de la Judicatura -con extraña regulación- y atribuyó funciones electorales a las altas Cortes.
Este pequeño resumen justifica el relativo pesimismo de la ciudadanía cada vez que se plantea una nueva “reforma judicial” como la del actual gobierno, con el asesoramiento de una Comisión -amplísima, por cierto- y de la cual formo parte por invitación amable del ministro de Justicia
Hay asuntos que, sin ser los urgentes, son necesarios y requieren reforma constitucional: despojar a los magistrados de las funciones electorales, establecer un verdadero tribunal para el juzgamiento de los magistrados, el fiscal y el procurador; suprimir el cruce entre congresistas y magistrados para investigarse y pensar en la posibilidad de magistrados vitalicios como en 1957.
Lo que la gente pide -pronta y cumplida justicia- no necesita cambiar la Constitución y casi que ni la ley. Bastaría con que se cumplieran los términos judiciales que hoy contemplan los códigos para que tuviéramos una justicia ejemplar. Hay que indagar porqué no se cumplen: ¿la excesiva litigiosidad?, ¿la formación de los abogados? ¿la debilidad en la carrera judicial?
Podrían ser objeto de regulación en una ley estatutaria de la administración de justicia cosas como suprimir o reducir al máximo las “diligencias previas” en materia penal y disciplinaria, acabar con la “querulomanía”, o endurecer penas y agilizar procedimientos contra funcionarios que dejan vencer los términos judiciales o facilitan con su desidia la prescripción de los procesos.
Y desde luego, en materia penal, como lo ha dicho el nuevo presidente de la Corte, el chocoano Gerson Chaverra, la revisión a fondo del mal llamado sistema penal acusatorio que en muchos casos ha contribuido a la impunidad.
Como ministro de Justicia hablé de la necesidad de “tutelizar” la administración de justicia. Es decir, aplicar a los procedimientos ordinarios la misma celeridad del procedimiento de tutela, aún cuando este también comienza a tener retardos.
Finalmente, existen otros asuntos que son de cambio de prácticas: sacar de la cabeza de jueces y fiscales la idea de simplemente “procesar”; acabar con las providencias de doscientas, quinientas y hasta mil quinientas páginas; evitar dilaciones mediante citas y copias; recurrir tanto al argumento de “autoridad” y, reflexionar sobre la utilidad de los “encuentros de las jurisdicciones”, que quitan tiempo y agotan recursos como el conocido caso del evento organizado por la entonces “primera dama de la Corte Suprema de Justicia” tan mencionada en estos días.
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