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Señalaba que Murillo Toro, siendo secretario de hacienda del general Tomas Cipriano de Mosquera, tenía dificultades para que el Congreso le aprobara un proyecto sobre el libre cambio. Para salir del impase, se le ocurrió escribir un artículo en uno de los periódicos de la época sosteniendo la provocadora tesis de que San Pedro no había estado en Roma. Puso así a discutir a historiadores, teólogos y escritores. Mientras tanto el proyecto pasó.
En la política colombiana se usa ese argumento para distraer al “respetable público” y ponerlo a “echar carreta” para que no se ocupe de otros asuntos que pueden afectar a un gobernante.
Mas allá de lo que se dice, esa parece ser la subyacente idea en la repentina propuesta del jefe del Estado en Cali de convocar a una asamblea constituyente. Inicialmente se pensó que Petro pretendía, a través de la Constitución, lo que no lograba por la vía legislativa.
En entrevista con el director de este diario el presidente Petro dio otras justificaciones, ninguna de las cuales tiene que ver con la Constitución.
Como en otras oportunidades ha dicho que los enemigos de su gobierno son los “controles” del propio Congreso, la Fiscalía, el Consejo de Estado o la Corte Constitucional, hay quienes piensan que lo que se quiere es cambiar la Carta Política para atenuar esos poderes.
Suena un poco extraño que el actual inquilino de la Casa de Nariño -legítimamente elegido con amplio respaldo popular- piense que la Constitución del 91 pueda ser obstáculo para cumplir su programa de gobierno. Más aún cuando muchas veces ha dicho que ésta es producto de los acuerdos de paz con el M19 -lo cual no es totalmente cierto- y que en ella fue decisiva la participación, entre otros, de los constituyentes elegidos por ese grupo, lo que sí es cierto.
Además de las dificultades que tiene hoy un proceso de esta naturaleza -paso por el Congreso, control de la Corte Constitucional, participación de por lo menos trece millones de votantes- puede ser un buen momento para recordar lo que ha pasado en Colombia con las asambleas constituyentes, incluida la que redactó la actual, con luces y sombras.
En 1905 el dictador Rafael Reyes convocó una asamblea constituyente que le prorrogó el periodo por cuatro años, cuando había sido elegido para uno de seis. Los aduladores de siempre le habían hecho creer a Reyes que seis años era muy poco tiempo para el “cambio” que el país necesitaba. El resultado fue que ni siquiera cumplió el primer periodo y salió huyendo por Santa Marta.
En 1952 Laureano Gómez, con un Congreso homogéneamente conservador, estableció que: “la próxima reforma constitucional será por una Asamblea Nacional Constituyente” y modificó “transitoriamente” el artículo 218 que establecía el mecanismo de las dos vueltas. Esa asamblea constituyente terminó en lo siguiente: legitimó el golpe de Rojas Pinilla contra Laureano, lo “eligió” dos veces y pretendió hacerlo una tercera vez; y, “ilegalizó” al partido comunista.
En medio de problemas de orden público, derivados principalmente del narcoterrorismo que quería tumbar la extradición, Virgilio Barco desencadenó el proceso de una asamblea constitucional por un decreto de Estado de Sitio, desconociendo el artículo 218 que había sido votado por más de cuatro millones de ciudadanos, en el plebiscito, mecanismo extraño que además estableció por doce años el monopolio liberal conservador. En un fallo dividido -por dos votos- la Corte autorizó el mecanismo extra constitucional. Fue la sala constitucional de la Corte la que no estuvo de acuerdo -contrario a lo que afirma el presidente- y la Sala Plena lo autorizó.
Hábilmente se hizo creer que todos los males del país radicaban en la Constitución. Ni entonces ni ahora esa afirmación es cierta.
La asamblea constitucional se autoproclamó “constituyente”, revocó el Congreso elegido por ocho millones de votantes y prohibió la extradición. La parte filosófica de la Constitución es muy buena, la orgánica no tanto, incluido el fortalecimiento del asfixiante presidencialismo.
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