¿Petro súper poderoso? Monarquía presidencial

Alfonso Gómez Méndez

En medio de las dificultades generadas por el “paro camionero”, la semana pasada se celebró el congreso anual de la ANDI.
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Evento en el que, con la participación de representantes de los tres órganos del poder, empresarios, periodistas, académicos y políticos, se analizaron las perspectivas para el país en los próximos años.

Tuve la oportunidad de participar con el rector del Externado, Hernando Parra, y el exmagistrado de la Corte Constitucional, Alejandro Linares, en un panel sobre el equilibrio de poderes y el presidencialismo.

En varias ocasiones en esta columna he dicho que los exorbitantes poderes del presidente en Colombia, que vienen desde 1886 y que parcialmente fueron atenuados en la Constitución del 91, muchas veces hacen nugatoria la separación real de poderes indispensable en una democracia de verdad. 

El presidente es jefe de Estado, jefe de gobierno y suprema autoridad administrativa. Además, maneja las relaciones exteriores del país como lo vimos recientemente -y no por la positiva- cuando el presidente Petro, en un discurso, rompió relaciones con Israel sin consulta alguna. Tiene poderes para manejar la guerra y la paz.  En los dos primeros meses del gobierno fueron “llamados a calificar servicios”-manera eufemística para disfrazar una destitución- más de sesenta generales de las fuerzas militares y la Policía Nacional. Afortunadamente, las fuerzas militares y de policía han respetado su lealtad a la Constitución y no cuestionan las decisiones de su comandante general legítimamente elegido.

El presidente es el supremo nominador dentro del Estado. Designa y remueve -con la moda del Twitter- a ministros, embajadores, directores de departamentos administrativos y gerentes de institutos descentralizados.

Las dos limitaciones puestas en la Constitución del 91 no han funcionado: la descentralización política con la elección de gobernadores y alcaldes -esta última venía desde 1988- no ha conducido a una verdadera presencia de las regiones pues dependen de decisiones del propio presidente o de sus ministros. La decisión presidencial de retirar el apoyo a inversiones en Antioquia para infraestructura es suficientemente indicativa. El jefe del Estado, antes de reunirse con todos los gobernadores, lo hizo con sus amigos políticos. Y la moción de censura, que no pasa de ser una burla pues por la vía de los puestos los presidentes logran que no funcione.

Es verdad que la autonomía del Banco de la República redujo el poder presidencial en el manejo de la política monetaria, pero aún conserva la facultad de nombrar cinco de los integrantes de su junta directiva.

En materia judicial, desde el 91, el presidente puede: elaborar la terna para fiscal general; contribuir con un nombre a la elección de procurador general; ternar al defensor del pueblo y a tres de los nueve magistrados de la Corte Constitucional.

Curiosamente, aun cuando no los nombra, los magistrados de las llamadas “Altas Cortes” y el contralor general se posesionan ante el presidente, y los magistrados tienen que acoplarse a la curiosa agenda presidencial para poderse posesionar. Varias veces inclusive los deja esperando, o no lo hace y delega esa extraña función en la secretaria jurídica de la presidencia.

Tal vez por todas esas distorsiones el presidente Petro llegó a decir que él era el “jefe” del fiscal general o hasta cuestionar a un presidente de la Corte -a quien también dejó plantado en Quibdó- porque siendo negro, es conservador y pastranista, como lo recuerda el columnista Ramiro Bejarano.

A través de las superintendencias, tiene poder sobre la actividad financiera, bursátil y de industria y comercio. Claro, sin contar con las descalificaciones públicas a magistrados por tomar decisiones que no le gustan. O cuando, de manera “populista”, envía mensajes a las cortes sobre los efectos de sus decisiones para “las viejas y los viejos”, como en la reforma pensional.

En una alocución en pleno paro, dejó claro que recibe información privilegiada de la UIAF, entidad que conoce las finanzas de todos los ciudadanos y desde luego, de los funcionarios públicos. El clientelismo es el arma con la que los presidentes han venido afectando la independencia del Congreso. Como vemos, cada vez es más claro la “presidencia imperial” de la que hablara en un clásico libro el canciller Vásquez Carrizosa.

Alfonso Gómez Méndez

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