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El año anterior -1964- y luego de la fracasada operación Marquetalia durante el gobierno de Guillermo León Valencia, habían surgido las Fuerzas Armadas Revolucionarias FARC en el sur del Tolima, al mando de Pedro Antonio Marín, conocido como “Tirofijo”, quien con Gerardo Loaiza en Rioblanco había militado como guerrillero liberal durante la época de la violencia liberal conservadora.
Para demostrar lo poco que ha cambiado el país en materia de estrategias no puedo dejar de recodar un aviso pegado en los postes de Chaparral que decía: “tres mil pesos para quien capture vivo o muerto o de informes que conduzcan a la captura de Pedro Antonio Marín o Manuel Marulanda Vélez, alias Tirofijo”.
También bajo inspiración de la revolución cubana y con la quimera de tomarse el poder por las armas, un grupo de jóvenes al que se sumaron sacerdotes católicos como el tristemente célebre “cura Pérez”, liderados por los hermanos Vásquez Castaño y del que hacían parte universitarios de la UIS, la Nacional y hasta el Externado, irrumpieron ese enero de 1965. Eran ante todo idealistas que creían que la única opción de cambiar lo que entonces se llamaban las “estructuras” era mediante la lucha armada.
En enero de 1966 ese grupo cometió la gran estupidez política -como sería después la toma del Palacio de Justicia por el M19- de reclutar a un joven sacerdote católico perteneciente a una aristocrática familia bogotana, formado en Lovaina, capellán de la U. Nacional, convencido de la causa popular desde su profunda creencia cristiana y quien separado por la jerarquía católica había encabezado un movimiento popular: el Frente Unido. Camilo Torres Restrepo, muerto por su inexperiencia en el primer combate en San Vicente de Chucurí en febrero de ese año.
Lo que ha pasado desde entonces con ese grupo armado muestra, no solo la inutilidad de la lucha armada para cambiar la sociedad, sino las estrategias equivocadas del Estado -hasta hoy- para resolver el conflicto. Muchos de esos muchachos terminaron siendo fusilados por sus propios compañeros de armas. O asesinados por ellos mismos ya desmovilizados toda vez que no les perdonaban la deserción, como es el caso de Jaime Arenas Reyes, quien fuera asesor de otro joven, Luis Carlos Galán, entonces ministro de educación.
Siempre fue el movimiento guerrillero más renuente a las negociaciones políticas a pesar de los esfuerzos de todos los gobiernos, incluido el de Álvaro Uribe.
En el gobierno de Pastrana, además del despeje del Caguán con las Farc, se tuvo mucha ilusión con las conversaciones con el ELN en Maguncia, en las que intervinieron políticos, funcionarios, comisionados de paz y hasta los llamados miembros de la “sociedad civil” como el magistrado Carlos Gaviria; el procurador general, Jaime Bernal y el presidente de Fenalco y futuro ministro del Interior de Uribe, Sabas Pretel de la Vega.
Mucho antes el gobierno de López Michelsen abrió las puertas del dialogo a través del gobernador de Bolívar, Álvaro Escallón Villa a pesar de que, como alegaron después descontentos generales que fueron llamados a calificar servicios por otras razones, los tenían “cercados” en la operación Anorí. Igualmente, Belisario Betancur abrió las puertas del dialogo cuando logró un acuerdo con la entonces Coordinadora Nacional Guerrillera en 1984.
En sus años iniciales el ELN no estaba involucrado con el secuestro ni con el narcotráfico.
Hay un hecho curioso: cuando la Corte Suprema de Justicia, en histórica pero no ortodóxa decisión autorizó que se desencadenara un proceso constituyente por un decreto de Estado de Sitio, al ser interrogado sobre el porqué de ese fallo, su presidente, entre otros argumentos, adujo que era necesario para la paz pues unos días antes el ELN había expedido un comunicado diciendo que si había Constituyente habría paz. Todavía los estamos esperando…Ya han dicho que no firmarán la paz con este gobierno a pesar de que está presidido por alguien que, como ellos, en algún momento creyó en la lucha armada. Ahora la situación para negociar es más compleja y ya prácticamente desapareció el delito político. ¿No es el momento de replantear la “paz total”?
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