Nunca pude imaginar el final, y no hablo de cierto suspenso o de una expectativa latente durante la lectura, sino que hablo de lo que proyectó en mí su personaje: pasividad, desatención, desconexión del mundo, indiferencia, incluso frente al fallecimiento de su madre, situación con la que comenzó la historia.
Meursault, el personaje de Camus, no tiene nada de particular realmente, es decir, su vida es tan normal como la mía, salvo que en él no se nota ni se siente un interés por vivir. Albert Camus no lo caracteriza como un personaje que tiene un punto de vista claro y definido frente a la vida, no lo muestra apasionado, por ejemplo, ni siquiera en el amor. Camus describe 3 o 4 situaciones cotidianas en la vida de Meursault hasta que por esas cosas que ocurren, Meursault mata a un hombre y es condenado a la guillotina.
Momentos antes de su muerte, tiene un encuentro con un sacerdote que lo confronta respecto de lo que piensa y cree de la vida y se revela entonces al lector –y a Meursault mismo, porque el personaje ni siquiera lo esperaba- una reflexión que justamente me pone a pensar todo el tiempo, como lo expresé al comienzo de este artículo: Meursault vivió sin proponérselo, podría decirse que nunca se dio cuenta de la vida, de la importancia de la vida, de lo bella que es, sólo hasta ese momento final, nunca se preguntó por el sentido de la vida, el por qué o el para qué, así es que con esa actitud vivió ocultando su propio ser, como si lo estuviera evadiendo.
Por eso la simpleza y sencillez de la narración y el aburrimiento que sentí como lector de ese libro, porque a pesar que el personaje protagonizaba las acciones que se relataban, yo sentí que no las vivió, que no tenían sentido para él. El mensaje por supuesto es que Meursault era extranjero de sí mismo, de su propio ser; pero también, que la vida no se queda con nada.
Pienso mucho en este libro porque me impacta la apatía de algunas personas frente a la vida. Trabajo con jóvenes consumidores (hombres y mujeres) y estoy todo el día con ellos. Muy pocos tienen alguna idea de hacer algo con sus vidas, muy pocos son inquietos por aprender o por hacer cosas y casi ninguno anda con un libro bajo el brazo.
Al hablar con un grupo de ellos pareciera que fueran extranjeros adrede. Todo el día fuman marihuana, huelen perico, comen ácido, beben licor –algunas veces opio- y esa es su rutina… en grupo defienden y promueven el consumo pero individualmente expresan una insatisfacción por sus vidas y por su quehacer. Hablan de su cotidianidad y de sus acciones en general sin un sentido aparente y entonces sus relatos son mecánicos, planos, como el personaje de Camus, hasta cierto punto absurdos.
De este grupo que les hablo, todos tienen problemas en su casa, algunos de orientación sexual, problemas académicos, etc., pero su objetivo no es encontrar soluciones sino hundirse en el ocio de la droga; sus vivencias de consumo tampoco tienen algún sentido salvo la experiencia sensorial, pero no ha habido un producto de ello. Trabarse por trabarse como si fueran entes piloteados por la droga. Podrán pensar que es absurdo lo que voy a decir, respetables lectores, pero he tratado que su consumo sea productivo, que los edifique y que los lleve a revisar su situación personal. Ya les contaré detalles en la próxima entrega.
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