Al día siguiente regresé, otra vez acompañado. Muchos de los vecinos del barrio que se habían dado cuenta de lo ocurrido con el líder, me saludaron, me habían reconocido. Las miradas de quienes me desafiaron el día anterior eran ya cordiales y se dio una que otra estrechada de mano. Fui a tomar tinto a la panadería y apareció el líder con sus amigos: uno a uno me saludaron con un leve movimiento de su cabeza. No había mujeres.
No tenía ni estrategia, ni objetivo, sólo decidí ir y conversar. Pensaba en las recomendaciones que me habían hecho sobre el bajo perfil que debía mostrar y me pareció chistoso porque jamás podría yo pasar desapercibido en un barrio como éste, ni con un costal al hombro pensarían que soy uno de ellos porque ni hablo, ni camino, ni conozco, ni parezco, ni nada como ellos. Lo bueno es que como no soy hombre de lujos, no tuve problemas por joyas, celulares, gafas o cualquier cosa –digamos- costosa. Al contrario, ellos tenían los tenis de marca, los celulares de última generación, las cadenas de oro; algo muy simpático sobre todo porque -lo supe después- entre ellos mismos se han robado pertenencias.
A cada uno lo llame por su nombre de pila y me pareció identificar en ellos una experiencia digna: ¡Uy profe, se acordó de mi nombre… bacano! La mayoría estaba sin camisa, con blue jean, de chancla o tenis; la mayoría tenía marcas en su cuerpo, unas eran grandes tatuajes llenos de misterio y que por sí solos infundían temor y otras eran ‘severas’ cicatrices que al verlas me guiaban a una escena de enfrentamiento, sangre y leyenda: eran puñaladas, balazos y machetazos, exhibidos al parecer como representaciones del “tener un lugar en”, del “hacer parte de” y del “sobrevivir a costa de”.
¡Profe y usted qué es lo que viene a hacer por aquí…! Aún sabiendo el propósito de mi labor, no supe qué decir en ese momento porque me pareció impertinente contarles que iba a estudiarlos, a analizarlos y a observarlos cual actividad de laboratorio, para luego “ayudarlos”, así que se me ocurrió decir que me interesaba mucho conocer el por qué ese sector era conocido y reconocido como “lo peor” de la ciudad.
Me tomé tres tintos mientras estos muchachos, en medio del humo psicoactivo, contaban y contaban historias que hacían referencia al estigma del sector. Todos habían pasado por la cárcel y hasta se habían encontrado varias veces en el mismo patio del penal: ¡los relatos eran sus vidas vividas día a día en medio de la ley del más fuerte, la ley de la calle! El líder dijo que este barrio ya no era como antes: ¡esto era una balacera todos los días, profe, recibíamos a bala a los ‘tombos’ y les tocaba devolverse, qué pereque, con decirle que un día vino la contraguerrilla dizque a sacarnos, pero vea –y me mostró su arma- no nos dejamos...! Impactado, abrí los ojos al ver no sólo el porte de fierro y la actitud contestataria y ofensiva de su expresión, sino al caer en cuenta que era una persona muy joven la que me decía eso.
Tras un par de horas de diálogo, regresamos. En el camino, mi compañero me aconsejó tener precaución porque esos muchachos estaban ‘empepados’; me dijo que debía tener mucho cuidado porque las pepas eran otro cuento, volvían a la persona muy impulsiva y agresiva hasta el punto que con sólo mirarla podía desatar una reacción combativa en ella.
Además, porque sabía que ellos llegaban a tomarse en un día hasta 25 pepas de Rivotril: “con esa cantidad encima, muchos no se dan cuenta ni siquiera que al que van a robar o a matar es un vecino de barrio, un amigo o una persona cercana”, me dijo.
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