Notas de campo 7

Federico Cárdenas Jiménez

- Reflexiones sobre mi intervención en una de las comunas más vulnerables de la ciudad:

De ella se dice que consume sin medida en frente de sus cinco hijos, de los cuales tres son menores de nueve años. En repetidas ocasiones la comunidad me había pedido que la ayudara.

Alguien gestionó la posibilidad de visitarla y fui hasta su casa. Una vía estrecha, de un solo sentido, llegaba hasta su puerta. Cerca, estaban las ruinas de lo que fue un Centro de Desarrollo Comunitario que había sido demolido por los deseos de modernidad y que fue para mí como un preámbulo de lo que me iba a encontrar y -hoy lo pienso-, una especie también de premonición.

Mi acompañante me advirtió acerca de la posibilidad de que ella estuviera drogada, así que era mejor que tuviera cuidado porque se decía que era muy grosera.

Golpeamos la puerta y nos presentaron: la señora, a quien –según supe- ya le habían hablado de mí, me recibió con una aparente cordialidad y la impaciencia de tener a uno de sus hijos cargado en un brazo. Tras el saludo, llegó a mí un denso olor a pegante que había sido liberado de su boca y las últimas sílabas de su pausada bienvenida: ¡cómo le va, dóctor! A la vez, su mirada parecía poseída por un deseo juguetón que exploró mi cuerpo desde arriba hacia el medio, intimidándome por completo. Vi que tenía el brazalete del Inpec en uno de los tobillos y en su otro brazo su dosis de pegante.

Al interior, su casa parecía en obra negra y detenida en el tiempo, las paredes tiznadas como de un incendio reciente, el piso de tierra apisonada y dura, los niños carisucios jugando en el espacio y una erótica figura de su hija adolescente que deambulaba tapada con una roída y casi transparente camisilla hasta la cintura, todo en medio de un olor a berrinche y a humedad.

Al escuchar que su madre la estaba presentando, la joven se acercó lentamente a saludar, casi exhibiendo desnudos sus pechos, con una mano extendida, la otra sosteniendo su dosis de pegante y otro de los niños abrazado a una de sus piernas. Su madre, con una notoria picardía y delante del resto de sus hijos que ponían atención al encuentro, me aseguró que Yuliana sabía hacer de todo y me la ofreció.

Mi acompañante recordó el motivo de mi visita y de inmediato cambió su actitud, sonriendo con malicia: “aquí donde me ve no tengo nada para comer, dóctor, mire estos muchachos, ni siquiera han tomado aguapanela. Necesito un trabajo urgente”.

Sabía yo que el consumo de pegante era algo complicado de abandonar; que mi gestión iba a ser difícil por el estigma social que hay frente a este tipo de personas; que su estado físico y mental podría provocar una acción jurídica para proteger a sus hijos; que lo que se fuera a hacer tenía que hacerse de inmediato para evitar consecuencias mayores y, a la vez, que la comunidad miraba con pesar este caso por ser la representación más pura de la soledad de una mujer de 35 años, que es madre y cabeza de hogar a la vez, del mal ejemplo que reciben unos hijos en proceso de formación, y de la impotencia que sienten quienes quieren ayudar pero no saben cómo.

Busqué ayuda para este caso y me respondieron que había que capacitarla, que tenía que comenzar un tratamiento y que los niños tenían que ir a Bienestar Familiar. ¡Por Dios, es una locura! Opté entonces por integrarla a mi equipo, por comenzar un trabajo personalizado cuyo objetivo era humanizar su cotidianidad, hacerla sentir persona y provocar en la comunidad una reacción hacia ella como si fuera la de una madre hacia su hijo. Comencé por borrar del colectivo su apodo y retomar el significado de su nombre, Sandra, ¡la vencedora!

federic.cj@gmail.com

Comentarios