Recibí en mi oficina una boleta manuscrita entregada por un hombre que antes de dármela dijo: “Usted sabe quiénes somos… Estricto silencio ¡Léala!” El papel, tipo hoja de cuaderno, contenía el siguiente mensaje: “Queremos hablar con usted. 3:20 en cafetería X. Debe llevar un informe de lo que ha hecho y de lo que va a hacer en su estadía aquí”. Antes de irse, el sujeto me miró con suma seriedad diciendo: “¡Es mejor que vaya, no se busque problemas!” y se retiró. Me sentí intimidado más por el suspenso de la escena que por la persona, sus expresiones o su aspecto, sin embargo era algo que no podía pasar por alto.
La facilidad para llegar a mi oficina, supuse, había sido porque justamente quedaba en un sector retirado, en un pequeño bosque; era una caseta de vigilancia abandonada, que había sido acondicionada como oficina y que por el tipo de trabajo que yo iba a desarrollar allá, la había solicitado justamente con esas características; pero estaba alejada y con poca vigilancia, claro que no hubiera servido de nada la vigilancia ya que los guardias estaban amenazados y controlados por quienes manejaban el negocio, cosa de la que me di cuenta después.
Hablé con mi jefe y me dijo “Usted verá”. Aunque el riesgo era alto, para mi trabajo era un paso valioso hacia adelante en el sentido que, tras pocos días de estar allí, ya sabían de mi presencia y querían conocerme en persona y por supuesto yo a ellos, así es que asistí puntual. Dos hombres en una moto aparecieron, ambos con casco, solo vi sus ojos. Uno se bajó y exhibiendo una cacha de revólver en su cinturón me dijo que me montara; otra moto llegó por él.
Por el término de unos diez minutos me transportaron no sé hacia dónde, porque era recién llegado a la ciudad y no la conocía bien. Nos detuvimos y me ordenaron subir a la parte de atrás de un vehículo chevette viejo en el que anduvimos escoltados por las dos motos durante otros diez minutos, hasta una cafetería de barrio, en el primer piso de una casa amarilla. Estuve nervioso todo el tiempo. “Va a hablar con ese man de allá”, señaló uno de ellos. Ese “man” era un hombre trigueño, de unos 35 años, aspecto clásico y vestido casual.
Bajé, camine hacia el sitio y ante una seña amable entré y me senté. Solo nosotros estábamos en ese lugar, nadie más, y la señora que nos atendió que me imagino era la dueña del negocio. Los escoltas de las motos se fueron, quedando solo el chevette con sus ocupantes.
Intentando proyectar seguridad rompí el hielo preguntándole por qué tanto misterio y quiénes eran ellos o a quiénes representaban, a lo que contestó: “Usted no sabe nada de mí pero yo sé todo de usted. Sé de dónde es, cómo está conformada su familia, en qué lugares viven, estudian y trabajan, a dónde van a misa, tipo de sangre, amigos, familiares, sitios que frecuentan para divertirse… ¡todo! ... Esta va a ser la primera y la última vez que nos vamos a ver”.
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