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Nos hemos acostumbrado a ver cómo cada día surgen nuevos escándalos en Colombia. Esta semana, el presidente Petro propuso un “Frente Nacional” a Nicolás Maduro, ignorando que este pacto se estableció para sacar a la dictadura del poder, no para perpetuarla. Además, Petro admitió estar negociando en secreto un modelo económico con el ELN, mientras el Chocó sigue siendo azotado por este grupo terrorista que ha declarado un paro armado en la región. A esto se suma la justificación del director del DNP de las inversiones forzosas como una medida para tapar el “problema de ingresos del Gobierno”. La lista de asuntos críticos es interminable.
Sin embargo, esta semana quiero destacar una noticia positiva: la Comisión Primera del Senado aprobó en tercer debate la prohibición del matrimonio infantil. Felicito especialmente a las autoras, Jennifer Pedraza, una de las congresistas más destacadas, y a Alexandra Vásquez. Gracias a su arduo trabajo, lograron convencer a todos los miembros de la comisión, incluidos aquellos que tenían reservas, como Humberto de la Calle, para votar unánimemente a favor. Es alarmante que Colombia esté en el puesto 20 a nivel mundial en matrimonios forzados de niñas menores de 15 años y que en Sudamérica solo Colombia y Argentina permitan esta práctica.
La aprobación de esta ley será un avance fundamental, pero la verdadera batalla está lejos de haber finalizado. La Corte Constitucional debe dejar claro que la ley debe aplicarse a todos los niños del país, sin excepción, e instar a las comunidades indígenas a que tengan claro que sus tradiciones no pueden violar los derechos fundamentales de los menores de edad. Así como tienen derechos, también tienen deberes.
Es fundamental comprender las graves consecuencias de esta práctica. Privar a las niñas de su infancia y derecho a la educación las condena a un ciclo interminable de pobreza, violencia y problemas de salud. El embarazo a una edad temprana aumenta el riesgo de complicaciones graves, como mortalidad materna e infantil, debido a la falta de desarrollo físico y emocional. Además, limita sus oportunidades educativas y económicas, perpetuando la desigualdad y la dependencia económica en la vida adulta.
Es desgarrador saber que en comunidades como la Wayuu, el matrimonio infantil sigue siendo una realidad, a menudo acompañado de encierros crueles. Las niñas Wayuu son confinadas en una habitación especial llamada “kashiru’u” desde su primera menstruación. Este encierro puede durar meses o incluso años, durante los cuales están aisladas del mundo exterior y tienen contacto limitado solo con mujeres mayores de su familia. Se les enseña a tejer, cocinar y realizar tareas domésticas en preparación para su futuro rol como esposas y madres. Este aislamiento representa una grave privación de libertad y desarrollo personal que no podemos seguir permitiendo.
Entre los Embera, aunque la práctica es menos documentada, también se observa el encierro de las niñas en chozas o habitaciones separadas, donde se les instruye en responsabilidades domésticas y se les prepara para el matrimonio.
Los casamientos en estas comunidades suelen ser arreglados por los mayores, perpetuando la desigualdad de género y la violencia desde la infancia.
Aunque en algunas comunidades indígenas se ha avanzado en este tema gracias al acceso a la educación, especialmente en áreas urbanas, en las zonas rurales persisten prácticas profundamente arraigadas. Este es solo el primer paso; la verdadera prueba será cerrar definitivamente este capítulo de injusticia mediante acciones concretas y efectivas, sensibilizando a la sociedad sobre el impacto devastador de estas prácticas. Debemos asegurar que los derechos de todas las niñas y niños en Colombia sean respetados en todas las regiones, para que ningún niño sea privado de un futuro seguro. La verdadera prueba será eliminar por completo esta práctica.
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